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El ser humano no viene al mundo para vegetar y dejar pasar el tiempo. Lo propio de cada persona es precisamente sacar lo mejor de sí misma, en todos los sentidos. Desde el surgimiento de la especie humana y la conciencia, los hombres y mujeres se han enfrentado a obstáculos de todo tipo: la lucha contra la naturaleza, la enfermedad, la incertidumbre, la injusticia, la fugacidad del tiempo, etc. La existencia humana está llena de retos.
No somos los humanos tan diversos como pueda parecer, sino mucho más iguales de lo que suponemos. De hecho, nos mueven las mismas pasiones o emociones, tal vez con matices en cuanto al peso de cada una de ellas en nuestros actos y decisiones, pero siendo, al fin y al cabo, pasiones idénticas.
En septiembre de 1991, un hallazgo fortuito en los Alpes cambió la historia de la arqueología europea. Dos excursionistas alemanes, que caminaban por el glaciar de Similaun, en la frontera entre Italia y Austria, toparon con lo que inicialmente pensaron que era el cuerpo reciente de un montañero. No sabían que estaban frente a uno de los descubrimientos más extraordinarios del siglo XX: el cuerpo de un hombre que había permanecido congelado durante más de cinco milenios.
El ser humano cada vez requiere más del humano ser; pues, aunque el alimento es necesario, hay alientos como el amor y los miramientos que son imprescindibles, para reencontrarnos y salir de la tristeza. Indudablemente, la atención entre nosotros es esencial para cada filiación y cada comunidad.
Cuando éramos pequeños, algunas veces las travesuras infantiles se nos iban de las manos y se convertían en auténticas trastadas, instante en el que nuestras madres o abuelas “nos solían calificar como cafres”. Nunca supe el alcance de tal denominación hasta que un día, tras esquivar un zapatillazo de mi abuela, decidí indagar y averiguarlo, no por internet, sino tirando de enciclopedia.
Somos cajas de resonancias, reproducciones de músicas antiguas, lenguas dormidas, voces y palabras de cuerpos durmientes, sonidos guturales al cambio de posiciones; es un misterio dormir en compañía o velar sueños. Se abren portales al mirar, cantar, al lado, sentada a orillas de la cama amante y es un mundo extraño sentir en el regazo al recién nacido.
Desde tiempos antiguos, algunos santos han sido conocidos por una relación especial con los animales. San Francisco de Asís hablando con las aves y animales del bosque o San Charbel enfrentando sin temor a animales salvajes, son solo algunos ejemplos que nos sorprenden y nos dejan una pregunta: ¿cómo es posible que estos hombres santos tuvieran una conexión tan profunda con criaturas que normalmente evitarían al ser humano?
Ha habido una pregunta que no he parado de hacerme durante toda mi vida, y cuya respuesta debe encerrar la razón por la que a veces me encuentro tan desubicado en según qué momentos, lugares y conversaciones: ¿Qué método hace que el aprendizaje se convierta en aburrido?
Foucault describió a la escuela, la fábrica y la cárcel como "dispositivos de secuestro": espacios que confinan, normalizan y adiestran cuerpos para integrarlos en la lógica de la producción y del control. Hoy, sin embargo, ya no hace falta salir de casa para ser capturados: la inteligencia artificial se ha convertido en un nuevo dispositivo de secuestro, más sutil y penetrante, que no necesita muros ni rejas para gobernar nuestras vidas.
A veces me detengo a pensar en los distintos papeles que interpreto en la historia de cada persona que me ha conocido. En unos relatos aparezco como un error, una herida o una decepción. En otros, soy un regalo, una luz o un refugio inesperado. Y, sin embargo, ninguna de esas versiones me define del todo.
Bien sabemos que la expresión “muerte súbita” evoca una imagen impactante: el fin abrupto e inesperado de una vida, sin previo aviso ni oportunidad de despedidas. En el ámbito médico, se refiere a un cese repentino e imprevisto de las funciones vitales. Pero, ¿qué pasaría si esta misma brutalidad se aplicase no al final físico, sino al final de una forma de vivir?
La literatura no solo refleja la condición humana, sino que a menudo la disecciona con una lucidez que duele. En las obras de Virginia Woolf, Lev Tolstói y C.S. Lewis, la depresión y la angustia existencial no son meros temas, sino fuerzas que moldean personajes, estilos y preguntas sin respuesta. Estos autores no escribieron sobre el dolor: lo habitaron, lo transformaron en lenguaje, y en el proceso, dejaron mapas para navegar territorios oscuros.
En un momento en el que estamos cada vez más inmersos en territorios de dominación, empedrados por el imperio de la frialdad de las autopistas tecnológicas, nos conviene despertar, porque cuando las personas no se tratan entre sí como seres con corazón, sino como meras expresiones interesadas, en lugar de propiciar el encuentro, para que se promueva el hermanamiento y la paz entre pulsos distintos, lo que suele activarse es la polarización y el extremismo.
Los eventos mundanos son incesantes, incluyen las presencias humanas desde los albores perdidos en la distancia, hasta la fragorosa actualidad cargada de estrépitos, zonas escabrosas y luces ocasionales. De alguna manera, en cada individuo están convocadas todas esas realidades en el ejercicio de sus influencias concretas.
Ningún ser humano, por sí mismo, puede vivir. Necesitamos florecer unidos, ayudados entre sí, acogiendo pulsos y recogiendo sentimientos. El enfrentamiento entre análogos es el mayor absurdo humanitario. A diario se destruyen miles de existencias en cualquier parte del mundo, por el afán de dominación entre semejantes, mientras el derecho humanitario ha sido desestimado y dejado de oírse.
Quizá la electricidad ya haya vuelto a todos los hogares y todo el mundo esté de nuevo conectado a este milenio de voltios esenciales, pero de lo que no estoy tan seguro es de que lo haya hecho la luz que permitió a nuestros antepasados progresar y alcanzar la cima de la evolución.
En un tiempo en que lo invisible gobierna nuestras pantallas, donde algoritmos y redes aclaran todas las dudas de nuestros pensamientos, surge una pregunta que trasciende lo técnico: ¿Puede una inteligencia artificial, hecha de datos y circuitos, rozar lo más esencial de nuestra humanidad?
El sin sentido en el ser humano lo ilustra una anécdota en la vida de Thomas Henry Huxley, discípulo destacado de Darwin. Huxley tenía prisa en coger el tren que le llevaría a la ciudad en la que tenía que dar una conferencia divulgadora de la filosofía evolucionista. En la recepción del hotel en que pernoctó dio al recepcionista el encargo que avisara a un taxista, tenía prisa, era urgente.
He querido iniciar el presente escrito indicando que no siendo todo lo que expongo producto de la exclusividad de mi creación, sino en gran manera producto del cúmulo de conocimientos que la vida activa me ha ido poco a poco enseñando, adicional a lo que he retenido de todo lo que he leído.
Supongamos que, por un momento, esa verdad en la que siempre hemos creído, no lo es. Sencillamente, no existe. Es el resultado final de un pacto colectivo, voluntario o no, entre una serie de personas que normalizan una determinada visión, percepción o concepto. Una convención que se ha transmitido durante años, décadas o siglos, que pone de manifiesto, sin dudarlo, que la realidad se construye o se edifica por los propios seres humanos.
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