El ser humano cada vez requiere más del humano ser; pues, aunque el alimento es necesario, hay alientos como el amor y los miramientos que son imprescindibles, para reencontrarnos y salir de la tristeza. Indudablemente, la atención entre nosotros es esencial para cada filiación y cada comunidad. Precisamente, la revolución consiste en visibilizarlo, valorizarlo e invertir, ya no sólo en entendernos, incluso en atendernos mutuamente. No olvidemos jamás, que, si decimos que el asistido es un derecho humano, significa que todos los gobiernos, con sus respectivas instituciones, deben brindar apoyo total. Desde luego, es fundamental, hacernos cargo los unos de los otros e igualmente de la creación, para construir y reconstruirnos en una sociedad sustentada en relaciones de fraternidad.
Avivar el culto de la estima por el análogo, es la mejor vía para la concordia, además de erradicar la cultura de la indiferencia, del rechazo y de la confrontación, que es lo que suele prevalecer hoy en día. Por consiguiente, cultivar la custodia de la propia existencia y de nuestras relaciones, es inseparable para generar atmósferas armónicas que nos harán, cuando menos individuos más comprensivos con el alivio de todas las necesidades humanas. Porque, la persona, debe significar en nuestra vida comunión y comunidad, no individualismo; también inclusión y no exclusión, ya que todos los miembros tienen la misma dignidad. De este decoro o decencia derivan los derechos humanos, al igual que las obligaciones, recordándonos la responsabilidad de acoger y amparar.
Por desgracia, nuestras sociedades en sus diversos entornos se están acostumbrando, con demasiada frecuencia, a dejar que una parte tan importante y rica de su tejido social, como pueden ser nuestros mayores y niños, sea marginada y olvidada. Frente a esta situación, es justo un cambio de mentalidad, que refrende un hacer conjunto más responsable. El amor auténtico jamás envejece; y, aunque nuestro físico se vaya deteriorando, el pulso interior se renueva en cada amanecer. Esto implica, activar el acompañamiento y no dejar a nadie en el camino de la dejadez. Al fin y al cabo, todos vamos en la misma barca, en la que estamos llamados a remar juntos, porque nadie se salva por sí mismo. Tampoco ningún país aislado puede asegurar el bien común a su gente.
El horizonte de la tranquilidad lo injerta un espíritu más adherido, de auténtica pasión por el similar, no como un sentimiento indeciso, sino como una determinación firme y perseverante; que, por supuesto, nos ayudará a encontrar una respuesta a quiénes somos y por qué vivimos, o existimos en apoyo continuo. A veces pienso, que nuestra mayor enfermedad, radica en no sentirse querido por su parentela, desamparado y sin vigilancia por parte de nadie. No vayamos contra el soplo innato que hace de nosotros algo único, comenzando por quererse uno a sí mismo para poder querer a los demás. Tengamos corazón; y, en lugar de mirar al abismo, donde nos veremos cómo aberración, tomemos la cumbre del mejor deseo, el del afecto, con la brújula reconciliadora del verbo.
Asimismo, hay que tomar como lenguaje en esa cultura del abrazo sincero, el respeto al derecho humanitario, especialmente en este momento en que los conflictos y las guerras no cesan. Cuidado con no cuidar este cuidado. Se destrozan todos los vínculos, las gentes se ven obligadas a huir, dejando atrás no sólo sus hogares; sino, de igual forma, la historia natural y la raíz ilustrativa. Esto es nefasto, la familia es el núcleo natural y fundamental de la sociedad, donde se aprende uno a reprenderse, viviendo en relación y desviviéndose por auxiliarse entre sí. En efecto, es esta preocupación conjunta, de aceptación entre análogos, lo que nos hace crecer hacia un nuevo horizonte de luz y paz. La sapiencia del velado, sin duda, es la lingüística del alma.
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