Cuando éramos pequeños, algunas veces las travesuras infantiles se nos iban de las manos y se convertían en auténticas trastadas, instante en el que nuestras madres o abuelas “nos solían calificar como cafres”. Nunca supe el alcance de tal denominación hasta que un día, tras esquivar un zapatillazo de mi abuela, decidí indagar y averiguarlo, no por internet, sino tirando de enciclopedia.
Resulta que un cafre era un habitante de “la Cafrería o País de los cafres”, zona que agrupaba a una serie de tribus bantúes, en el África ecuatorial, denominada así por los geógrafos de los siglos XVII y XVIII. Me sorprendió que el término se usara para calificar a personas toscas y groseras, alejadas de la cultura, pero sobre todo ajenas a toda civilización. Me acuerdo que cerré indignado la tapa de aquel pesado tomo de la enciclopedia. ¡Me tranquilicé el día que mi abuela atinó con la zapatilla! ¡Mi abuela no estaba segura si su nieto era un cafre o no!
Por cierto, para tranquilidad de los políticamente correctos y “progres educadores”, ningún zapatillazo me convirtió ni en psicópata ni en asesino en serie.
Desgraciadamente con los años pude comprobar como el “nivel de cafrería” se extiende cual plaga bíblica por nuestra civilización. Me viene a la mente José Bretón, el asesino que mató a sus dos pequeños con una frialdad pasmosa sólo para hacer daño a la madre de las criaturas.
¿Dónde va nuestra civilización? ¿Hacia dónde camina el ser humano? Hemos alcanzado tales niveles de deshumanización que estamos perdiendo el raciocinio que nos diferenciaba de los animales, y nos estamos convirtiendo en seres más salvajes que las propias alimañas. Ningún otro ser vivo será capaz de dañar a su descendencia como lo hace el hombre.
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