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La mano extendida siempre

Pretender imponer a otros con la supremacía y el fanatismo opresor, modos y maneras de transitar por la tierra, significa violar la dignidad del ser humano
Víctor Corcoba
lunes, 5 de mayo de 2025, 09:09 h (CET)

Ningún ser humano, por sí mismo, puede vivir. Necesitamos florecer unidos, ayudados entre sí, acogiendo pulsos y recogiendo sentimientos. El enfrentamiento entre análogos es el mayor absurdo humanitario. A diario se destruyen miles de existencias en cualquier parte del mundo, por el afán de dominación entre semejantes, mientras el derecho humanitario ha sido desestimado y dejado de oírse. Promover la seguridad es esencial para poner fin a las variadas crisis que nos acorralan, además de prevenir y detener las guerras familiares, sociales o mundiales; responsabilidad a la que todos estamos llamados, poniendo el alma antes que las armas, pues es imperativo la exigencia de normas que hagan menos inhumanas las operaciones bélicas.


La visión natural humana y pensante debe inspirarnos a mitigar la ferocidad del estado salvaje, hasta asegurar un continuo y persistente diálogo, lo que conlleva la mano extendida siempre, a pesar del aluvión de hostilidades que no cesan. A los enemigos hay que volverlos amigos, jamás lo dudemos. Nuestra gran tarea pasa por conciliar lo que nos parece irreconciliable. Pongamos empeño, sin la conversión del corazón no hay concordia. A la paz sólo se llega por el amor de amar amor. Nadie es autosuficiente para nada. Precisamos, con urgencia, asentarnos en un campo de poesía y no de batalla. Cada latido, de cada ser humano, forma esa composición armónica que es lo que verdaderamente nos injerta quietud en nuestro mar interior.


Es el momento oportuno de biografiar otros horizontes más humanitarios, o sea, más estéticos y éticos en definitiva. Cuando falta la adhesión al orden místico de la realidad, o bien la consideración hacia nosotros mismos o hacia nuestros semejantes, nadie respeta a nadie y la mentira es lo que nos gobierna. Sus consecuencias son perversas y causan efectos devastadores en la vida de los ciudadanos y de las naciones. El afán de poder nos ha triturado las entretelas, hasta el extremo de que, en muchas ocasiones, nos cuesta aguantarnos el posesivo yo y salir con espíritu donante a compartir sueños. Al fin y al cabo estamos llamados a salvar vidas, como la nuestra lo ha sido, y personalmente he visto a multitud de personas muy, pero muy angustiadas.


Justamente, son muchos los refugiados que tienen sensación de desesperanza. Por eso, se impone como un deber colectivo respetar este derecho universal: el de vivir y dejar vivir a las gentes. Pretender imponer a otros con la supremacía y el fanatismo opresor, modos y maneras de transitar por la tierra (una tierra que es de todos y de nadie en particular), significa violar la dignidad del ser humano y, en suma, ultrajar el propio espíritu celeste. A pesar de este aluvión de desolaciones, se agrava la situación aún más, por la grave crisis financiera que enfrenta la agencia para los refugiados, empeorada por la reducción de fondos de Estados Unidos, que ha obligado al cierre de programas esenciales de asistencia en todo el planeta.


Por desgracia, con demasiada frecuencia los migrantes son ignorados. Sin embargo, no hay un muro suficientemente grande que nos impida ver situaciones injustas; nos hemos globalizado y todo está al alcance de nuestra mano, ahora nos falta poner nuestra propia pulsación de poeta en guardia. Recortar fondos para los más necesitados no es algo de lo que se pueda gloriarse nadie, más bien nos exhorta a ponernos en movimiento, para intensificar los quehaceres hacia esas gentes abandonadas, y alentar a todos a trabajar por una humanidad realmente libre y solidaria. Sólo, así, se podrá legar un futuro más sereno y más seguro a las generaciones venideras. Nos toca, pues, arrimar el hombro para favorecer la búsqueda de un auténtico desarrollo humano integral e integrador de vidas.

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