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La democracia no es solo el derecho de votar cada cierto tiempo, sino la garantía constante del respeto absoluto a las leyes. Ese respeto resulta imposible sin una separación efectiva de poderes, principio elemental sin el cual toda sociedad democrática corre el riesgo inminente de degenerar en autocracia. Hoy, en España, esa separación está peligrosamente amenazada.
Dónde colocar a los nuestros ha resultado ser el mayor acuerdo político de la democracia que aún permanece intacto. Sin fisuras. Hablamos de una sociedad que enaltece el mérito del esfuerzo como baluarte para sobrevivir. La misma que ha de soportar impasible el favor grotesco del “compadreo político" en sus propias instituciones.
A lo largo de estos 25 años de docencia, he pensado en dejar la enseñanza en más de una ocasión. Motivos he tenido: leyes cambiantes y sin sentido, burocracia creciente, sociedad hostil hacia el profesorado, alumnado menos interesado en el aprendizaje, devaluación económica, irrupción de la IA… Cada vez que ese pensamiento invade mi cabeza, me recuerdo a mí mismo que lo importante aquí siempre es la Educación, así, con mayúsculas.
Mientras se suele observar con inquietud la erosión de los contrapesos institucionales en regímenes como el ruso o en liderazgos populistas como el de Trump, también en democracias consolidadas como España surgen señales de alarma sobre el debilitamiento de las estructuras que garantizan el equilibrio de poderes.
Se asocia con Michael Hopf, militar y escritor, aquella sentencia de que “los tiempos difíciles forjan hombres fuertes, los hombres fuertes traen buenos tiempos, los buenos tiempos crean hombres débiles, los hombres débiles traen tiempos difíciles”. Se trata de un encadenamiento en círculo, lapidario y determinista, que nos enfrenta a una sucesión de ciclos inevitables, en la línea del eterno retorno.
La verdad siempre es clara, aunque su figura pueda hacernos daño. Igualmente, los proyectos, siempre deben comprometer a la persona y su realización debe ofrecerse a todo miembro de la comunidad. Con el tiempo aparecerán los cambios, interesados o no; siempre será la comunidad la que decida.
Nuestra sociedad no incita al examen de conciencia. Al contrario, invita a cubrir los espejos, a desviar la mirada e ignorar lo incómodo o complejo. Todo lo que no nos afecte directamente –y ni eso: es incomprensible la apatía social-- nos es ajeno. No hablamos de falta de conciencia, sino de inconsciencia, de incapacidad introspectiva para evaluarnos y evaluar al mundo que nos rodea.
En una sociedad libre, el mayor patrimonio que posee un ciudadano no es material, sino simbólico, su voz. Su capacidad para pensar, expresarse, disentir, señalar lo que duele o lo que falta. Nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a decirle a otro qué puede o no puede escribir, qué temas abordar, o a qué causa entregarle su palabra. La libertad de expresión no es un privilegio, es un derecho.
¿Optarían los más jóvenes por disfrutar de una buena vida en lo material a cambio de una reducción en la calidad de la democracia? Eso parece desprenderse de una encuesta emanada de los entresijos del poder, pero se trata, creo yo, de un tanteo engañoso, pues no está reñida una cosa, el nivel de vida, con la otra, es decir, con la democracia.
Su volver en sí y regresar a la casa del padre tendría que ser nuestro volver en nosotros mismos y creer en Jesús que es el Camino que nos lleva a la casa del Padre celestial.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, odia a la prensa quizás tanto como la ama. Desde su incursión en la política electoral, en 2015, su afán por figurar en los titulares ha chocado con el periodismo crítico, que le exige rendir cuentas. Es por ello que el mandatario estadounidense ha calificado a la prensa como “enemiga del pueblo”, ha dirigido insultos a los periodistas y ha llegado incluso a incitar actos de violencia contra ellos.
En el Océano Atlántico despunta un territorio virgen donde sus playas surgen desde la costa salvaje tropical. La arena del desierto apenas caba en la copa de una mano, mientras que la catedral de San Pablo preside la vida de sus gentes. Este pequeño país al borde del mar se llama Costa de Marfil y en estas últimas semanas vive uno de los momentos históricos más convulsos de su reciente historia.
El Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes convoca los premios ‘Vivir, contar y sentir la democracia’ a los que podrán presentarse trabajos que pongan en valor la democracia, el conocimiento y fortalecimiento de los derechos y libertades sobre los que se articula la convivencia en España, así como el rechazo a las dictaduras y a cualquier forma de opresión.
Estos días, un prestigioso diario nacional decía que durante décadas EEUU había sido una potencia cultural y que sus valores habían marcado el rumbo del mundo (¿nostalgia del anterior gobierno, reproche al actual?). El tono era similar al de un paraíso perdido irrecuperable.
Hoy he tenido una revelación impactante: soy parte de la historia. No, no porque haya hecho algo digno de aparecer en los libros, sino porque me ha alcanzado la historia; mi hija y yo estábamos estudiando la democracia en España y me ha resultado muy fácil explicárselo, conocía de primera mano todos los datos sobre Felipe González, Aznar, Zapatero, Rajoy y ETA.
Estamos viendo como se nos está yendo de las manos la joven, aparentemente madura, democracia española. Como se aprendía, hace muchos años, en la escuelas de artes y oficios profesionales, “cuidado con lo que se manipula”, porque cuando queráis daros cuenta la máquina no funciona.
La debilidad de la democracia está en su propia esencia, pues defiende la libertad de pensamiento y de expresión del mismo como forma de establecer relaciones beneficiosas para la propia sociedad; más he aquí que, aquellos sujetos enemigos de la democracia, al amparo de los privilegios que le otorga esa libertad, la van dinamitando mediante la propia descalificación del sistema.
Quienes se autodenominan “influencers”, sean periodistas, filósofos o simples ciudadanos, hace mucho tiempo que nos advierten que la democracia está en peligro de extinción. Si la democracia no es social, ¿para qué sirve? Democracia significa gobierno del pueblo y se ha estructurado de manera que en fechas determinadas los ciudadanos depositan el voto en las urnas.
En España somos magos, nuestro truco principal es transformar cualquier cosa que ocurra en cualquier latitud en una cuestión de política interna, y ni es un truco muy bonito, ni deja muy satisfechos a los espectadores, pero es nuestra especialidad. Sí, es el clásico juego de ver quién lo hizo primero y quién la hizo más grande, o más bien, servir en bandeja ese mal truco e interpretar acusaciones en función del color político con el que se sucedieron.
Cuando hablamos de democracia, solemos pensar en el derecho a votar, en la posibilidad de elegir representantes y en la existencia de instituciones que garanticen la participación ciudadana. Sin embargo, no todas las democracias funcionan de la misma manera, y el caso de Suiza nos ofrece un modelo que muchos consideran más auténtico y participativo que el de España.
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