¿Optarían los más jóvenes por disfrutar de una buena vida en lo material a cambio de una reducción en la calidad de la democracia? Eso parece desprenderse de una encuesta emanada de los entresijos del poder, pero se trata, creo yo, de un tanteo engañoso, pues no está reñida una cosa, el nivel de vida, con la otra, es decir, con la democracia.
Más bien la cuestión radica en si queremos ser ciudadanos, que de eso va lo que llamamos democracia, o preferimos conformarnos con la condición de súbditos convertidos en público de claqué. Tal vez sentirse ciudadano ya no es un orgullo y las generaciones más jóvenes no han conocido la diferencia entre la ciudadanía y su ausencia. Es posible que por eso mismo estemos perdiendo esa índole sin darnos cuenta, de manera indolora a causa de las anestesias varias o por haber desarrollado insensibilidad al dolor en esa parte de nosotros, la relacionada con la condición ciudadana.
La noción de ciudadanía procede de tiempos lejanos, de aquel mundo clásico antiguo del que heredamos muchas de nuestras cosas. En Grecia, aunque excluyendo a la mayor parte de la población (mujeres, metecos o extranjeros y esclavos) nació el concepto. En Roma, la ciudadanía romana suponía derechos y ciertos privilegios. Fuera de la ciudadanía o de la ciudad reinó siempre el caos arbitrario. En la Edad Media, huían los siervos hacia las ciudades en busca de amparo y un poco de libertad. Por eso los sistemas liberales que sustituyeron al absolutismo acuñaron la noción de ciudadanía y establecieron derechos. La “Declaración de Independencia” americana de 1776 incluye ya la igualdad de todos los hombres, el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; siguiendo con la revolución americana, se añadió, en 1791, La “Carta de Derechos”, que protege las libertades individuales y, muy importante, limita el poder del gobierno federal. Y, cómo no, la Revolución Francesa, sintagma que incluye un aluvión de hechos diversos, no todos admirables, decreta la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, estableciendo los principios de libertad, igualdad y fraternidad. Previamente, la revolución inglesa de 1688 tuvo como principal consecuencia la limitación del poder de la monarquía y el refuerzo del parlamento. Todo ello está en el origen de las democracias liberales, es decir, de las democracias sin adjetivos (orgánica, popular, verdadera….), en las que el concepto de ciudadanía adquirió una formulación casi definitiva.
En las democracias realmente existentes, las que hemos vivido y disfrutado hasta ahora aquí, en el orbe occidental, con la excepción de algunos períodos, el hecho central fue el de la ciudadanía, el de la conciencia de formar parte de una opinión pública capaz de influir sobre la evolución de las cosas, que no todo se centra en el voto. Desaparecida o en trance de desparecer la opinión pública, víctima de la pluralidad de medios, de la fragmentación de la información, algoritmos mediante, y de las redes sociales, puede estar feneciendo nuestra posición de ciudadanos, con el caldo de cultivo del populismo como decoración de fondo. Es España, sin ir más lejos, está por un lado la información de los medios oficiales y hegemónicos; por otro, una proliferación de otros medios que constituyen compartimentos estanco, con lo cual la opinión pública como tal, unívoca, orientadora y decisiva, se va desactivando y así pasan cosas impensables en otro contexto y queda en segundo plano la posible existencia de una mayoría de opinión contraria a ciertas práctica políticas que, desde el poder, desnaturalizan la democracia originaria sin que nada ocurra. Ni eso ni la corrupción evidente son un problema para los que ejercen el gobierno, sea cual sea la escala territorial del mismo.
Todo ello es resultado, sin duda, de causas variadas, profundas algunas, aunque barrunto que entre las mismas juega un papel considerable esa ausencia de una opinión pública fuerte, ahora diluida y sin peso específico, inocua para quienes abusan de su acción de gobierno o la desnaturalizan. Cada vez más, preferimos la seguridad a la libertad, nos volvemos obedientes y sumisos y vamos prefiriendo, no sé si por convicción o por pura incuria, la molicie a la conservación de nuestros derechos.
Cantaba Sabina aquello de “las niñas ya no quieren ser princesas” y se puede decir, en este ahora, que “los ciudadanos ya no quieren ser ciudadanos”, o tal vez nos conformamos con una versión recortada y solo aparente de la ciudadanía a cambio de tener los pies calientes. Lo que ocurre es que, en estos casos, y la Historia lo demuestra, la alegría dura poco en casa del pobre.
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