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Corren malos tiempos para muchos políticos (no todos). El dicho “mientes más que hablas” se podría adaptar perfectamente a los personajes políticos que representan a este país hoy día, que tienen instalado en su perfil “el arte de mentir”. Parafraseando a George Orwell en su ensayo de 1946 titulado «La política y el lenguaje inglés», “el lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen como verdades”.
Los currículos falaces, plagados de universidades inexistentes, másteres soñados y doctorados plagiados es la noticia estúpida del verano en España. Podría decirse que no hay político bipartidista PPSOE que no haya realizado un ejercicio creativo en su CV. El que más y la que menos ha adornado con florituras académicas su supuesta sabiduría intelectual.
Tenemos un presidente que miente hasta al médico; es de una condición y no hay quién le cambie. «No miento, es un cambio de opinión», ha llegado a decir. Ni siquiera se da cuenta de que miente en todo y a todos, como lleva años haciendo con Carles Puigdemont. Mintió al juez cuando acudió como testigo y miente a los españoles cada vez que improvisa una rueda de prensa.
Ronda la Red una frase lapidaria de Mark Twain: “una mentira puede viajar al otro lado del mundo mientras la verdad se pone los zapatos”. Tal vez sea cierto porque, siguiendo a Oscar Wilde, “la verdad rara vez es pura y nunca simple”. Vamos, que tiene matices y dudas que la hacen onerosa; esos matices y dudas no incomodan, en cambio, a la mentira.
El número tres del PSOE lo negó todo hace tres días. Siempre utilizan la misma estrategia hasta que sale el documento, el video o el audio que demuestra lo que adelantan algunos periodistas no vendidos al poder corrompido. Hasta la esposa de Santos Cerdán, haciendo uso de su actitud verdulera, puso de pelo conejo a la periodista de un diario digital que le soltó a la cara evidencias que ese diario tenía.
Ya no se cree en nada. Ni en los discursos, ni en los partidos, ni en las promesas que se repiten como mantras huecos, cada vez que hay elecciones. España vive una desilusión profunda, una especie de hartazgo cívico que se ha incrustado en el ánimo colectivo, como una llaga que no cicatriza. Y no es para menos.
Sigue creyendo el ladrón que todos son de su condición. No tienen más que hacer una lectura detenida a las últimas declaraciones del exjefe de paradores, que lo conocía todo de Teruel y de Sigüenza como demostrarán los medios, pero callaba por conveniencia. Si lo desean, pueden escuchar a la ministra de Educación, que representa la ignorancia graduada y personificada, pero que también sabe mucho más de lo que cuenta de aquella noche de Teruel.
Realmente, una parte de los datos económicos que salen en las noticias de los informativos de algunas cadenas televisivas españolas, no son correctos, ya que exageran las cifras para dar a entender, que la microeconomía va mejorando no siendo cierto. Por ejemplo, decir que el salario medio en España es de unos 28.000 euros y pico al año de promedio no es verdad.
Tal y como está la situación, no me sorprendería que en cualquier momento convocara elecciones quien en Madrid ya es conocido por tirios y troyanos como «el galgo de Paiporta». Está acorralado y se le acaban las balas. Ni siquiera el fogueo funciona de tanto como lo ha utilizado en falso. Son años machacando y diciendo las mismas y maliciosas propuestas, por lo que nadie le hace caso: mirarle a los ojos e intuir que miente es todo uno.
Desde que somos pequeños utilizamos las mentiras con algún tipo de fin. En la infancia, por el hecho de encubrir algo o para evitar el castigo. En la adolescencia para ocultar todas aquellas actividades que se hacen con los amigos y que de esta manera, los padres no tengan conciencia de lo que están haciendo sus hijos y en la etapa adulta o más madura, para aparentar algo que no somos o para tapar alguna acción que a ojos de los demás, estaría calificada como inmoral.
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que puede parecerles académico o excesivamente formal, pero que tiene que ver con la intrincada danza del discurso y la confrontación de ideas: las falacias argumentativas, las cuales se erigen como trampas sutiles, desvíos lógicos que, a menudo inadvertidos, socavan la solidez de nuestros razonamientos y envenenan el intercambio comunicacional constructivo.
De un tiempo a esta parte vienen pronunciándose en la mayoría de los medios de comunicación las opiniones de los nuevos voceros de la radicalidad ecologista y que no tienen mejor cosa que hacer que dedicarse a denostar y tirar por tierra, tomándolo por costumbre, el nombre de España.
¡Vaya hábito se perdió cuando se prohibió decir la verdad de las cosas! Hubiéramos avanzado más con una dosis de verdad, que con todos estos años de mentiras disueltas en la olla de la irresponsabilidad política. ¡Con lo fácil que hubiera sido decir que hasta aquí podemos llegar! Pero claro, eso no resulta muy atractivo y es mejor seguir generando expectativas desmedidas.
En la Puerta del Sol, en Madrid, mi madre acudía con asiduidad a “Los guerrilleros”, una zapatería que, como casi todo de lo que tengo recuerdo, ya no existe. Bajo el eslogan “No compre aquí, vendemos muy caro” estaba siempre llena y vendía bastante calzado. Yo me quedaba perplejo al pensar que mis padres, a los que rara vez les sobraba el dinero, adquirían los zapatos allí, desoyendo el consejo que el propio establecimiento hacía.
En tiempos pretéritos -no sé si ahora se sigue recomendando lo mismo- se nos inculcaba la idea de defender a capa y espada la verdad. En el denostado catecismo de Ripalda se nos advertía la presencia de un mandamiento de la ley de Dios que decía: “no levantar falsos testimonios ni mentir”. Mientras recuerdo estas frases me entra la risa tonta. Nos encontramos en una sociedad en la que la mentira ha tomado carta de ciudadanía.
En España, hablar de vivienda se ha convertido en un sinónimo de desesperación. Comprar un piso es un sueño cada vez más inalcanzable y alquilar se ha transformado en un lujo. Los sueldos, estancados en cifras ridículas frente al coste de la vida, no alcanzan para cubrir lo más básico.
La hipocresía, entendida como el acto de fingir virtudes, sentimientos o intenciones que no se tienen, se ha convertido en una herramienta cotidiana. Personas que critican en voz alta lo que en privado practican, quienes predican valores que no aplican o aparentan estar por encima de los demás.
Uno de los grandes problemas que acechan a la política española es si nuestro Estado de derecho pone la suficiente atención en el tema de los bulos. Como no se ponga remedio a ello, las consecuencias nos llevarán a la irrealidad, desconfianza, confusión, enemistad...
La demencia es la pérdida de la capacidad de pensar, recordar y razonar a niveles tales que afectan la vida y las actividades diarias. Pérdida progresiva de las realidades cotidianas que interesan al bienestar general de las personas. Como todo en la vida, la demencia, puede llevarse en los genes personales y transferibles.
Penoso homenaje a la Constitución. Podrían haberse ahorrado todo el coste añadido que celebraciones públicas acarrean a las arcas del Estado o de las Comunidades Autónomas. Los españoles, todos, menos los utilizados por el poder para entorpecer y enfangar la política de Consensos y Convivencia, estamos hartos de mentiras, promesas incumplidas, juramentos que se lleva el viento, hipocresías...
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