Ya no se cree en nada. Ni en los discursos, ni en los partidos, ni en las promesas que se repiten como mantras huecos, cada vez que hay elecciones. España vive una desilusión profunda, una especie de hartazgo cívico que se ha incrustado en el ánimo colectivo, como una llaga que no cicatriza. Y no es para menos.
Vivimos bajo una lluvia constante de titulares que se contradicen entre sí. Un día hay una trama de corrupción, al siguiente se desmiente, luego se reactiva, después desaparece y nadie vuelve a hablar de ella. La justicia avanza a trompicones, los medios manipulan según convenga a su línea editorial y los políticos usan la confusión como estrategia. Todo vale si sirve para mantenerse en el poder o para tumbar al adversario.
La información ya no informa, intoxica. Es difícil distinguir qué es cierto y qué no, porque todo parece un juego de sombras. Se filtran informes, se sueltan globos sonda, se crean narrativas que luego se abandonan, como quien tira una colilla por la ventanilla. La verdad ha dejado de ser un objeto común para convertirse en un arma de guerra política. Y en medio de este fuego cruzado estamos los ciudadanos, agotados, desconcertados, abandonados.
La confianza en las instituciones está por los suelos. El congreso parece un circo, los debates públicos son solo broncas televisadas, y los casos judiciales se archivan o se eternizan hasta que el interés mediático se disuelve. Hay ministros que dimiten por escándalos que no se investigan del todo, y otros que no dimiten ni cuando hay pruebas palmarias. Se aprueban leyes de un día para otro sin debate real, mientras otras se quedan atascadas durante años. La política se ha convertido en un lodazal donde todos se tiran barro, pero nadie limpia.
La ciudadanía, por su parte, sobrevive. Y sobrevive mal. Con sueldos bajos, alquileres imposibles, listas de espera sanitarias eternas, precariedad crónica y una inflación que se come los ahorros, si es que los hay. Pero ni eso parece importar, porque el foco está siempre en otra parte, en el último rifirrafe parlamentario, en el nuevo bulo, en la siguiente cortina de humo. El pueblo solo sirve para pagar impuestos y para votar cada cuatro años. El resto del tiempo es tratado como un espectador más de una farsa mal escrita.
Y, sin embargo, seguimos aquí, hastiados, sí, cabreados, también. Pero vivos, y esa es nuestra última resistencia. Porque, aunque quieran anestesiarnos con ruido, hay algo que no han podido apagar del todo, “la dignidad”. Esa pequeña llama que aún arde cuando vemos la injusticia, cuando nos mienten, cuando intentan convencernos de que esto es normal. No lo es, no puede serlo.
España no se merece esta descomposición moral. No puede ser gobernada por el cinismo, la mentira y el descaro. O recuperamos la verdad, la decencia y la justicia o lo que se desmorona ya no será solo la política, sino la sociedad entera. Y lo más hiriente de todo es que da igual quién gobierne. Unos y otros se han contagiado del mismo desprecio por la verdad, por la transparencia y por la ciudadanía. Cambian los colores, cambian los rostros, pero no cambian las formas. Se insultan entre ellos mientras nos insultan a nosotros, a nuestra inteligencia, a nuestra memoria, a nuestra paciencia. Porque creen que no pensamos, que no recordamos, que no entendemos. Pero sí entendemos, lo que pasa es que estamos cansados. Profundamente cansados de que nos traten como si fuéramos tontos.
|