Ronda la Red una frase lapidaria de Mark Twain: “una mentira puede viajar al otro lado del mundo mientras la verdad se pone los zapatos”. Tal vez sea cierto porque, siguiendo a Oscar Wilde, “la verdad rara vez es pura y nunca simple”. Vamos, que tiene matices y dudas que la hacen onerosa; esos matices y dudas no incomodan, en cambio, a la mentira. Se presenta, esta última, dulce además de simple, aunque llena de detalles que encajan en la impostura correspondiente para soslayar posibles contradicciones. Y ya está. No hay más. Mentir es fácil casi siempre. La mentira, como la arruga del modisto gallego, es bella y no precisa de planchado. Resulta, por otra parte, un plato agradable al gusto y de digestión fácil. El problema puede ser su abuso, que acaba generando secuelas a medio y largo plazo.
En el universo de la simulación, ocupan un lugar especial y preferente las mentiras políticas. Son tantas, e impregnan de tal manera la actividad de nuestros rectores y representantes, que no hay medios suficientes para discernir la falsedad y separarla del resto, para distinguir la mendacidad de lo veraz.
La clave reside en la diferencia entre propaganda, estrategia y trola incruenta, que es, muchas veces, un simple matiz. ¿Vale todo, en los aledaños del Poder, para alcanzar sus mieles o, una vez obtenidas, conservarlas? Con frecuencia, da la impresión de que las falacias de los políticos, y de los poderosos en general, se excusan en gran medida como consecuencia inevitable del oficio. ¿Justifica el fin los medios, como se atribuye a Maquiavelo? Hay quienes consideran, en cierto sector del espectro ideológico, a la mentira como un arma revolucionaria. Aunque ello partió del comunismo, con Lenin y Trotsky a la cabeza, sirve la mentira para la revolución y para su contrario, para estos y aquellos, para güelfos y gibelinos.
Se ha escrito y pensado sobre la moral y la ética políticas, y existen reflexiones muy sesudas en relación con ello. Pero la realidad es que la actividad política es básicamente amoral. Si pasamos por encima de los otros por cualquier fruslería o somos capaces de discutir violentamente por una plaza de aparcamiento, por poner ejemplos cotidianos y reales, qué no haremos cuando sea el Poder, o una porción del mismo, lo que esté en disputa.
La disculpa o justificación del “bien mayor” sirve para todo y tal vez sea lo que explique la tendencia de los acólitos políticos e ideológicos a ignorar o soslayar la miserias, corrupciones o maldades de los suyos, de aquellos que operan en su lado o bando, tal vez por simple ceguera ante las imposturas, por considerar que los “otros”, los del lado opuesto, son peores o por entender que un objetivo último moralmente superior deja en segundo plano las pequeñas malandanzas del presente.
Por otra parte, no siempre es necesaria la mendacidad absoluta. Las medias verdades revueltas en un “totum revolutum” cumplen la misma función. También está lo de decir alguna verdad de vez en cuando para que te crean cuando mientes, tal y como propuso el dramaturgo Jules Renard, aunque tengo para mí que su consejo no está teniendo éxito por nuestros pagos, en los que al embustero se le sigue creyendo aunque mienta sin interrupción, olvidando el refrán aquel de que “en boca del mentiroso hasta lo cierto es dudoso”. Aquí no ocurre así o no está ocurriendo de manera masiva. Mentir ya no es un escándalo o no lo es tanto como podríamos esperar. Esa es la impresión que uno tiene. O tal vez la falsedad política pertenezca a otro nivel del juego en el que no se le pueda aplicar ni ese nombre y se convierta en otro procedimiento que trasciende a la pura mentira. Hanna Arendt distinguió entre la mentira común y la mentira política, afirmando que “las modernas mentiras políticas son tan grandes que exigen una completa acomodación nueva de toda la estructura de hechos”. Tal cual. Según ella, la negación de la verdad factual, es decir, de los hechos, y la reescritura constante de los mismos según el interés de cada momento, son la antesala del totalitarismo sino el totalitarismo mismo.
Así estamos en lo que estamos, revueltos en este merengue que nos ha tocado en suerte y que causa miedo en el ciudadano cabal y razonable.
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