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Partimos de un sí radical, inevitable, grandioso y enigmático; sin él no se conocen presencias. La irrelevancia ampulosa de la nada recalca el significado de semejante afirmación. No sirve eso de ir a pedirle explicaciones a la nada, su silencio no llega a darnos ni una respuesta helada.
Vivimos en un mundo que a menudo parece empeñado en deconstruir cada pilar de su propia estructura, y entre ellos, la figura del padre ha emergido como uno de los blancos más recurrentes en las últimas décadas. A las puertas de la celebración del día del padre en Argentina, este 15 de junio, se impone una profunda reflexión sobre cómo el rol paterno, y por extensión la masculinidad misma, ha sido sistemáticamente bastardeado por ciertas corrientes ideológicas.
La humanidad se halla en una situación de inestabilidad total, no sabe escucharse para oírse, tampoco acierta a discernir para entrar en diálogo, enfrentándose a múltiples crisis, por falta de respeto hacia sus semejantes. Aguzar el oído, en un mundo cambiante como el actual, es esencial para poder atendernos y entendernos.
Cuando nos referimos a tomar buena conciencia de las cosas, no disponemos de un manual explícito sobre cada situación. Cada persona participa con sus múltiples receptores de la realidad, afronta con muchas incógnitas la extensa oferta del mundo en su dinamismo cambiante; por eso es frecuente la perplejidad ante cuanto acontece.
Bien sabemos que la expresión “muerte súbita” evoca una imagen impactante: el fin abrupto e inesperado de una vida, sin previo aviso ni oportunidad de despedidas. En el ámbito médico, se refiere a un cese repentino e imprevisto de las funciones vitales. Pero, ¿qué pasaría si esta misma brutalidad se aplicase no al final físico, sino al final de una forma de vivir?
Es evidente que a la filosofía contemplativa, en su extensión, nadie la iba a rescatar ni a encumbrar. Lo que se averigua aquí, y ahora, es el intento evidente de persuadir al individuo para que se someta voluntariamente a una suerte de autoexplotación bajo estímulos y valores distorsionados en comunión con una doctrina marcial de orden belicista en perfecta yuxtaposición con el dominio mental y la autodisciplina emocional.
Vivimos en unos ambientes de mucho contraste entre lo que se habla, lo que se dice, lo que se piensa y lo que se entiende. El análisis lo podemos empezar cuando y por donde se quiera. El título de hoy viene de todo esto, porque si algo abunda son los habladores, tan prolíficos en medios y momentos del día, mientras queda en el aire eso de si aclaran o confunden, debaten o peroran.
A menudo, el pasado nos ofrece un espejo para comprender el presente. Pues bien, en el fértil terreno de la Ilustración, dos de sus figuras más prominentes, Jean-Jacques Rousseau y Voltaire, protagonizaron una disputa intelectual que, aunque anclada al siglo XVIII, vale la pena traer a nuestros días por la claridad que representa frente a los patéticos debates educativos de hoy.
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre la encrucijada en la que se encuentra el pensamiento contemporáneo occidental, en la cual se libra una batalla que es decisiva entre dos paradigmas que moldean nuestra comprensión del mundo: la racionalidad moderna, con sus cimientos en la Ilustración y su apoteosis en el idealismo hegeliano, y la patética deconstrucción posmoderna, que ha declarado la muerte del sujeto, del metarrelato y de la propia verdad.
Los eventos mundanos son incesantes, incluyen las presencias humanas desde los albores perdidos en la distancia, hasta la fragorosa actualidad cargada de estrépitos, zonas escabrosas y luces ocasionales. De alguna manera, en cada individuo están convocadas todas esas realidades en el ejercicio de sus influencias concretas.
La ascensión de León XIV al trono de Pedro acontece en un momento histórico marcado por la persistente sombra de la guerra. Los conflictos en Ucrania, con su estela de destrucción y desplazamiento, y la desgarradora situación en Gaza, crisol de tensiones ancestrales y reciente devastación, claman por una intervención que trascienda la mera condena en un mensaje misal.
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que puede parecerles académico o excesivamente formal, pero que tiene que ver con la intrincada danza del discurso y la confrontación de ideas: las falacias argumentativas, las cuales se erigen como trampas sutiles, desvíos lógicos que, a menudo inadvertidos, socavan la solidez de nuestros razonamientos y envenenan el intercambio comunicacional constructivo.
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre la última encíclica de Francisco, titulada “Dilexit nos” (“Nos amó”), que desde su título hace referencia a la forma abreviada de la frase completa que suele citarse en el Nuevo Testamento, específicamente en la Carta a los Gálatas 2:20: “Dilexit me et tradidit semetipsum pro me”, que se traduce como “Me amó y se entregó a sí mismo por mí”, dejando en claro que centrará su atención en el amor de Dios hacia la humanidad.
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto extremadamente urgente en nuestro presente, a saber, la destrucción sistemática y deliberada de la sensibilidad infantil. Bien sabemos que la infancia es una etapa fundacional de la experiencia humana, pero hoy se encuentra inmersa en un océano digital que, paradójicamente, amenaza con anestesiar su capacidad de asombro y conexión con el mundo real.
El apagón, como el algodón del anuncio, no engaña. Muestra la languidez de nuestro montaje social que, visto lo visto, parece pender de un hilo. La verdad es que siempre hemos sido quebradizos en lo individual y en lo colectivo; nuestros sistemas sociales, nuestras civilizaciones y culturas, han dependido de inciertos factores naturales o culturales.
Nuestra sociedad no incita al examen de conciencia. Al contrario, invita a cubrir los espejos, a desviar la mirada e ignorar lo incómodo o complejo. Todo lo que no nos afecte directamente –y ni eso: es incomprensible la apatía social-- nos es ajeno. No hablamos de falta de conciencia, sino de inconsciencia, de incapacidad introspectiva para evaluarnos y evaluar al mundo que nos rodea.
En una época en la que todo parece estar conectado por la tecnología, paradójicamente cada vez más personas se sienten profundamente solas. Para Rafael Narbona, escritor, profesor de filosofía y pensador humanista, esta es la gran contradicción de nuestro tiempo.
A lo largo de la historia, la figura del delator ha sido consistentemente revestida de oprobio y desprecio. Aquel que, movido por diversos motivos, entrega a sus semejantes a la autoridad o a un poder opresor, carga sobre sus hombros un estigma moral que trasciende las épocas y las culturas.
Si algo queda claro en la era superpoblada es la soledad inquebrantable con la cual afrontamos las grandes incógnitas de la vida. Solemos dejarlas de lado en las actuaciones diarias, no podemos permanecer aturdidos, paralizados por la indecisión. Con los ojos bien abiertos, no logramos hallar las respuestas definitivas.
Queremos invitarlos a reflexionar sobre una teoría puntual, que se ha vuelto clave para comprender el funcionamiento de los mecanismos sociales que sofocan la libre expresión: la espiral del silencio. En 1974, la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann expresó una hipótesis, que parte de una observación inquietante: los individuos, al percibir que su opinión es minoritaria o mal vista socialmente, tienden a guardar silencio por temor al rechazo.
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