Para aquellos que nos interesa el estudio de las religiones en general, como es mi caso, y que además me defino como agnóstico, el campo reflexivo teológico presenta una gran dificultad: lograr desprenderse de la hegemonía cristiana. Paul Tillich, teólogo y filósofo protestante caviló sobre algunos problemas propios de estas disciplinas. En una charla que dictó poco antes de morir concluyó que todas las tradiciones, sean de Oriente u Occidente, comparten iguales necesidades y ante las mismas dificultades ofrecen consignas asombrosamente similares. Mircea Eliade, que en esa ocasión estaba presente, al terminar la conferencia expresó que “En el curso de aquella espléndida exposición, el profesor Tillich declaró que si hubiese tenido más tiempo, habría escrito una nueva ‘Teología sistemática’ orientada hacia toda la historia de las religiones y en diálogo con ellas”.
Ante esto surge la interrogación: ¿solo se puede llamar “teología” a aquella ciencia que se identifica con el pensamiento cristiano? ¿Podemos decir con justeza que las otras religiones también pueden tener teologías? El problema que encaró Tillich y que lo retrata en su obra capital “Teología sistemática” es que después de correlacionar y concluir que todos los cultos tienen sus formas de pensamiento -ya que obviamente es un ejercicio cultural humano-, del mismo modo podemos decir que todas las religiones tienen teologías, aunque algunas sean más elaboradas que otras. No obstante, Tillich asumió que el cristianismo es una construcción tan particular que se vio obligado a conjugar su doctrina espiritual con la filosofía grecorromana por una cuestión apologética, es decir, por supervivencia. Y en dicho caso integró el “Logos universal” de la dialéctica del ser con la creencia en “Dios hecho carne en Cristo”. La dificultad a la que se enfrenta hoy el teólogo creyente después de dos milenios es esta: cómo abrirse a otras religiones objetivamente sin caer en la trampa de la superioridad del cristianismo.
Quizás solo el teólogo agnóstico sea capaz de flanquear esa barrera. Por otra parte, y desde esta perspectiva, podemos decir que la teología es la única ciencia que no conoce su objeto de estudio: Dios, ya que es un misterio; a no ser por y a través de la fe. Sin embargo aun así intenta hacer un discurso sobre él. El filósofo conoce su objeto de estudio: la razón; asimismo el físico: la materia; pero el teólogo no. Entonces ¿no debería el teólogo estudiar solo el “lenguaje humano” que las civilizaciones construyen para hablar de cada uno de sus divinidades, es decir su estructura religiosa (símbolos, mitos, ritos, dogmas) y dejar en la opacidad aquello por lo cual le está velado? ¿No debería con humildad guardar silencio? Si la respuesta es afirmativa, abandonaría lo sobrenatural al ámbito a donde pertenece, el dominio de lo numinoso, y en cambio, sin dejar de tener en cuenta este ámbito de realidad estudiar únicamente su taxonomía, andamio que el ser finto ostenta ante la cuestión fundamental: cuál es la orientación del ente y su lugar en el cosmos, dirección esquiva que Tillich nominó “preocupación última”. Esta es una posible postura que el creyente seguramente negará y es además el árido camino que el agnóstico con angustia deberá enfrentar: aceptar que las preguntas carecen de respuestas cayendo pues en un callejón sin salida y, por tal motivo, tal vez aceptar que no tiene sentido siquiera el plantearlas.
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