Una cosa es la vida y cosa distinta la existencia, y cualquiera de nosotros sabe que lo primero es algo objetivo, como neutral. Lo segundo un atrevimiento, lo subjetivo, es decir, un querer lanzarse escalera abajo pero con contención y bajando dignamente, como explicaba don Torcuato Luca de Tena en 1958 en su libro “Edad prohibida”.
Así, existir no deja de ser un película de no fácil catalogación: porque nos arrepentimos de los errores no cometidos y nos alegramos por vivir o ver la luz en cada amanecer. Sí, como ese “siempre, siempre, siempre” del mañana de “Macbeth”, la tragedia de Shakespeare, donde pueden resonar en la cabeza ese “ojalá nos hubiéramos conocido antes”, o ese “¿dónde estuviste, que hasta ahora no llegaste?”.
Uno no miente si confiesa que el mayor mérito reciente es caer en el mito atribuido a Charles Dickens, aquello del mejor y peor de los tiempos. ¿Hay primavera de la esperanza? Pues viendo estos tiempos que vivimos, no lo sé. ¿Es eso ser extravagante? Creo que no. Esta sociedad de hoy sabe que se lo pueden quitar todo menos el miedo, porque el tiempo se aprende a ver, y es más, hay que saber reírse de la adversidad para poder superarla. Al fin y al cabo, todo tiene un trasluz de ironía, o el saberse en la vida un “último de Filipinas”.
¿Acaso existe mayor romanticismo que disfrutar de la batalla que es vivir? Hay quien afirma que “cuanto más al borde del precipicio, mejores vistas”... ¡Tampoco es eso! Creo que lo que al final importa es que el camino tenga un final digno, honroso, porque las vidas no tienen segundos actos.
Acabo: “la vida debe mirar al infinito, sin equipajes desconocidos en la oscuridad”.
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