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A propósito de Franz Kafka, sobre la sublimación, Praga y la vida

Soy hija de un padre alemán que padeció la II Guerra y al Tercer Reich y la barbarie nazi
Paula Winkler
lunes, 4 de agosto de 2025, 09:50 h (CET)

“Para trazar un límite al pensamiento tendríamos que ser capaces de pensar ambos lados de este límite, y tendríamos, por consiguiente que ser capaces de pensar lo que no puede ser pensado (…). Y lo que no podemos pensar tampoco podemos decirlo…” Wittgenstein, Ludwig (1889-1951), filósofo, matemático y lingüista austríaco. Lo siguen cognitivistas, amantes del positivismo en el lenguaje, científicos… aunque él mismo reconoció tempranamente el valor de la ética.


Yo, que adhiero a la forma de pensar de otros filósofos que admiten la paradoja y el esfuerzo de mirar las cosas desde distintos vértices (para esto somos humanos y tenemos razón, se supone), acepto de consiguiente la posibilidad lógica de los opuestos, mal que les pese a los hegelianos, y admito que hay contingencia, es decir voluntad pero también destino. Un soplo divino (o del Universo, para los agnósticos) que hace de las suyas, como los niños. Para deleitarse con esta suerte de “travesuras” en la razón (diría Umberto Eco), hay que tener grandeza intelectual. Que no, todos.


Soy hija de un padre alemán que padeció la II Guerra y al Tercer Reich y la barbarie nazi. Pero él “sublimó” y se puso a disposición de los opositores, que, en definitiva, escribieron parte de la historia de Europa. Vino a Argentina, que lo recibió sin xenofobia y formó familia. Fui a un colegio alemán de niña, amo la lengua germana y a Alemania porque se hizo cargo de sus delitos de lesa humanidad, programó la memoria y reparó a infinidad de familias judías y también, de opositoras al régimen (puedo dar cuenta de ello, a mi abuela protestante le incendiaron su negocio).


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Papá emigró a Praga, y trabajó y se conectó allí. Recuerdo que hablaba y escribía perfectamente en checo. Como yo no hablo el checo y él nunca se victimizó culpando a nadie de nada, siempre me quedó una suerte de misterio sin resolver desde la infancia. Papá hablaba poco de Europa… Entonces no existía la descarga obscena en la palabra que parece amplificarse hoy, con denuncias en los medios y el bla, bla,blá fácil que a menudo no llega siquiera a los fueros judiciales.


De joven, como mi padre debió escapar de Berlín (los alertas eran fuertes y su nombre estaba “puesto” en los servicios), se fue a Praga, en efecto. Allí estudió su lengua y hasta tuvo una novia que murió después como consecuencia de la guerra.


Ignoro si hay vidas circulares. Sin embargo, la República Checa, hoy, Praga me siguen dando vueltas a la cabeza. Todo ello lo resumió Franz Kafka (1883, 1924) en su obra, que fui leyendo desde chica. Supe que toda su vida literaria era el espejo de la real: buscaba confirmación de los otros, atento a los primeros nombres que le había negado su padre. Incluso, se destacaron sus textos en alemán. Tenía un padre autoritario que lejos de nombrar y guiarlo, lo atosigaba.


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A Kafka (y a nosotros, lectores) lo salvó la sublimación. Empero algunos (freudianos) consideran la sublimación como una patología, una suerte de descarga-pulsión. ¡Ya la tuvieran ellos! Jacques Lacan, en cambio, al abordar el profundo estudio de “das Ding” (la cosa), ¿la jerarquizó? Y hoy, en el siglo XXI, tan pleno de sombras y falacias, les cuento: mi hija, argentina que vive en Suecia, conoció por primera vez Praga y algo le hizo ruido, la conmovió. Destinos, contingencia…


¡Señoras, señores! Dueños de algún conocimiento (y pocos saberes) presten atención: no somos algoritmos, cifras en un catálogo médico que nos despersonaliza. No todos nos “normalizamos” fácilmente y creemos solo en lo que se ve. A Dios gracias, también formamos parte de la cultura, que siempre civiliza (pero no unifica...). Kafka, su desespero y sublimación, ¡por siempre!

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