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La madre poeta curaba así nuestras aflicciones de niño…

​Flores al río para que se lleven nuestras penas

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Mi madre fue una mujer sabia. Natividad Rojas de la Rosa (13 de julio de 1936 – 4 de diciembre de 2001) –así se llamó mi madre–, siempre prodigaba amor y abnegación en todos sus actos. Ahora sé que aprendió muchas cosas de su abuela, de la sabiduría popular que se transmite de boca a oído, de confiar en el sentido común y la profunda intuición que caracteriza a quienes abrevan de las raíces chamánicas de nuestro pueblo.


No ahondaré mucho en su vida, porque ya la he abordado en algunos otros de mis artículos (bit.ly/3amrmej), pero no puedo dejar de centrarme en una práctica que me dejó honda huella en mi formación de niño y como educador permanente.


Muy bien recuerdo que, algunas tardes, mi madre nos decía a mí y a dos o tres de mis hermanos (fuimos ocho), que recogiéramos flores del jardín para hacerlas flotar en un río cercano a la casa, allá en mi querido Tehuacán. La actividad empezaba con buscar una bolsa o cesto para recolectar la mayor cantidad de flores. Corríamos por el amplio jardín y los terrenos aledaños buscando flores de todos los tamaños y colores para acudir con las alforjas llenas al riachuelo llamado “El canal”.

Mientras hacíamos eso surgía una camaradería indescriptible entre nosotros.


El tiempo transcurría sin darnos cuenta mientras clasificábamos las flores por tamaño y color.

Mi madre hacía la misma labor a nuestro lado. Después de algunos minutos, y ya con nuestra valiosa carga, nos dirigíamos a un arroyo que se encontraba a escasos doscientos metros de nuestro hogar.

En aquellos años el agua era cristalina. El caudal era escoltado por matorrales y pastizales siempre verdes y limpios.


Ya ubicados en el mejor sitio de nuestra predilección, arrojábamos una a una nuestra valiosa carga.

Cada una tenía una trayectoria diferente. Era fascinante ver cómo cada una de las flores se deslizaba por la superficie como si se tratara de imaginarias embarcaciones de cristal. Ver las hileras multicolores de naves de pétalos nos mantenía sumergidos en un mundo que puedo recrear en mi imaginación con lujo de detalle. La brisa, las sonrisas y la compañía de mi madre creaba una atmósfera tan significativa que aún me acompaña pese a las décadas subsecuentes.


Regresábamos a la casa con una recarga energética equiparable a ese estado que es catalogado como dopaje por los expertos. Cuando crecimos dejamos de ir al río a tirar flores, pero mi madre siguió generando esos mundos con sus primigenios nietos. El tiempo pasó, todos crecimos, mi madre trascendió a otra dimensión, el riachuelo trocó en un caudal de aguas negras. Las condiciones de ese mundo desaparecieron. Menos en nuestro interior.


Aún en mí, en mis hermanos y en mis sobrinos fluye ese universo. Mientras pasaban los años cada vez fui confirmando más que mi madre fue una gran pedagoga, porque todo eso lo hizo por nosotros.

Solo hasta que los años nos cargan de experiencia, caí en cuenta que también lo hizo por ella. Sí, de niño solo me centré en vivir el momento, aunque nunca supe las penas que mi madre llevaba consigo para provocar esos momentos, y quizá, como perfume adicional, cubrir con sus lágrimas las flores que arrojábamos.


Esa magia sigue viviendo en mí, en nosotros. Sigue cumpliendo su labor terapéutica. A propósito de esa experiencia te comparto mi poema: Flores al río:


Tomados de la mano/ arrojábamos flores al río/ para que, con ellas,/se fueranuestra tristeza,/ la pesadumbre,/ las preocupaciones./ Ver cómo la corriente/ se las llevaba consigo,/ atestiguar su extravío a lo lejos,/ sin reparar que con ellas/ -en efecto-,/ se iba lo que nos aquejaba./ La madre poeta curaba así,/ nuestras aflicciones de niño.





Arrojar flores al río en un contexto como ese tiene un poder sanador indescriptible. Yo doy cuenta. Así sea.

​Flores al río para que se lleven nuestras penas

La madre poeta curaba así nuestras aflicciones de niño…
Abel Pérez Rojas
martes, 12 de octubre de 2021, 09:11 h (CET)

Mi madre fue una mujer sabia. Natividad Rojas de la Rosa (13 de julio de 1936 – 4 de diciembre de 2001) –así se llamó mi madre–, siempre prodigaba amor y abnegación en todos sus actos. Ahora sé que aprendió muchas cosas de su abuela, de la sabiduría popular que se transmite de boca a oído, de confiar en el sentido común y la profunda intuición que caracteriza a quienes abrevan de las raíces chamánicas de nuestro pueblo.


No ahondaré mucho en su vida, porque ya la he abordado en algunos otros de mis artículos (bit.ly/3amrmej), pero no puedo dejar de centrarme en una práctica que me dejó honda huella en mi formación de niño y como educador permanente.


Muy bien recuerdo que, algunas tardes, mi madre nos decía a mí y a dos o tres de mis hermanos (fuimos ocho), que recogiéramos flores del jardín para hacerlas flotar en un río cercano a la casa, allá en mi querido Tehuacán. La actividad empezaba con buscar una bolsa o cesto para recolectar la mayor cantidad de flores. Corríamos por el amplio jardín y los terrenos aledaños buscando flores de todos los tamaños y colores para acudir con las alforjas llenas al riachuelo llamado “El canal”.

Mientras hacíamos eso surgía una camaradería indescriptible entre nosotros.


El tiempo transcurría sin darnos cuenta mientras clasificábamos las flores por tamaño y color.

Mi madre hacía la misma labor a nuestro lado. Después de algunos minutos, y ya con nuestra valiosa carga, nos dirigíamos a un arroyo que se encontraba a escasos doscientos metros de nuestro hogar.

En aquellos años el agua era cristalina. El caudal era escoltado por matorrales y pastizales siempre verdes y limpios.


Ya ubicados en el mejor sitio de nuestra predilección, arrojábamos una a una nuestra valiosa carga.

Cada una tenía una trayectoria diferente. Era fascinante ver cómo cada una de las flores se deslizaba por la superficie como si se tratara de imaginarias embarcaciones de cristal. Ver las hileras multicolores de naves de pétalos nos mantenía sumergidos en un mundo que puedo recrear en mi imaginación con lujo de detalle. La brisa, las sonrisas y la compañía de mi madre creaba una atmósfera tan significativa que aún me acompaña pese a las décadas subsecuentes.


Regresábamos a la casa con una recarga energética equiparable a ese estado que es catalogado como dopaje por los expertos. Cuando crecimos dejamos de ir al río a tirar flores, pero mi madre siguió generando esos mundos con sus primigenios nietos. El tiempo pasó, todos crecimos, mi madre trascendió a otra dimensión, el riachuelo trocó en un caudal de aguas negras. Las condiciones de ese mundo desaparecieron. Menos en nuestro interior.


Aún en mí, en mis hermanos y en mis sobrinos fluye ese universo. Mientras pasaban los años cada vez fui confirmando más que mi madre fue una gran pedagoga, porque todo eso lo hizo por nosotros.

Solo hasta que los años nos cargan de experiencia, caí en cuenta que también lo hizo por ella. Sí, de niño solo me centré en vivir el momento, aunque nunca supe las penas que mi madre llevaba consigo para provocar esos momentos, y quizá, como perfume adicional, cubrir con sus lágrimas las flores que arrojábamos.


Esa magia sigue viviendo en mí, en nosotros. Sigue cumpliendo su labor terapéutica. A propósito de esa experiencia te comparto mi poema: Flores al río:


Tomados de la mano/ arrojábamos flores al río/ para que, con ellas,/se fueranuestra tristeza,/ la pesadumbre,/ las preocupaciones./ Ver cómo la corriente/ se las llevaba consigo,/ atestiguar su extravío a lo lejos,/ sin reparar que con ellas/ -en efecto-,/ se iba lo que nos aquejaba./ La madre poeta curaba así,/ nuestras aflicciones de niño.





Arrojar flores al río en un contexto como ese tiene un poder sanador indescriptible. Yo doy cuenta. Así sea.

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