Al margen de enfoques o atenciones familiares con respecto a la educación relacionados con la mujer, principalmente, como hemos visto hasta ahora en anteriores entregas, la literatura también nos ofrece ejemplos de la educación ejercida por el padre. Es el caso de la novela Amor y pedagogía, del noventayochista Miguel de Unamuno. En ella, Avito Carrascal, devoto de la ciencia, pretende procrear un genio, aumentando las capacidades intelectuales de su hijo mediante la educación. A lo largo de la obra se nos mostrará el inmenso fracaso de la pedagogía mal entendida. A pesar de su fin trágico, pues el hijo, Apolodoro, se suicida tras ver sus sueños amorosos y vitales incumplidos, la narración es una parodia por partida doble. Por un lado, se burla de la novela convencional decimonónica, mediante una estructura desprovista de adornos y con unos diálogos que hacen gesticular a los personajes, quienes terminan formando un elenco de caricaturas. Y, por otro, ridiculiza un cierto estilo de educación, basado en el espíritu cientificista y positivista de la época, esto es, finales del siglo XIX y principios del XX. No en vano, el padre de la criatura se nos presenta como un “joven entusiasta de todo progreso y enamorado de la sociología” y es caracterizado cómicamente de la siguiente forma: “Vive Carrascal de sus rentas y ha llevado a cima, a la chita callando, sin que nadie de ello se percate, un hercúleo trabajo, cual es el de enderezar con la reflexión todo instinto y hacer que sea en él todo científico. Anda por mecánica, digiere por química y se hace cortar el traje por geometría proyectiva”. Y, además, es un hombre optimista con respecto a la capacidad del ser humano para educar y un convencido de que la pedagogía, tal y como él la entiende, creará genios. El primer problema que se le plantea al protagonista es el del nombre de recién nacido, que “tiene que ser griego por ser la lengua griega la de la ciencia”. Y tras pensar en diversos patronímicos, ayudado por su amigo filósofo, don Fulgencio (Fisidoro, don de la naturaleza; Nicéforo, vencedor; Filaletes, amante de la verdad; Aniceto, invencible; Aletóforo, portador de la verdad; Teodoro, don de Dios; Teoforo, portador de Dios), se inclina por Apolodoro, “por lo simbólico y sobre todo por empezar como Avito con A, lo que ha de permitir que se sirvan padre e hijo de un mismo baúl y que no haya que cambiar las iniciales de los cubiertos: A. C.”
Es también la forma de demostrar su ateísmo, porque si le denominara, por ejemplo, Teodoro, habría de pensarse que cree en Dios, lo que no impide, por otra parte, que su esposa y madre del niño, Marina, le bautice y le ponga de nombre Luis, el del abuelo materno, sin que lo sepa Avito. Si la dualidad y la confrontación ya aparece en el título de la novela, también en la pareja de progenitores las concepciones sobre la educación del hijo son distintas. El padre, llevado por la idea de que “nadie puede ser padre de sus discípulos”, enfoca la formación de su hijo a su particular manera. Así, empieza por analizar escrupulosamente, a “microscopio y a química”, la leche materna, que quiere sustituir por algo más moderno, como el biberón. Luego, siguiendo con su teoría pedagógica de la educación, practica con el niño toda clase de ejercicios con los que este va adquiriendo aprendizajes basados en la experimentación más simple. Incluso el acto de hablar es concebido por Avito un acto mecánico que hay que estimular como una capacidad cuya enseñanza ha de tamizarse siempre por el filtro de la lógica más aplastante. Lógicamente, estos curiosos métodos de enseñanza chocan con los empleados por la institución escolar, contra la que Avito Carrascal arremete, de tal modo que echa mano del paseo como particular método de enseñanza ante la indiferencia del discípulo. En este caso, no obstante, el padre no iría mal encaminado, pues el paseo como forma de reflexión y enseñanza filosófica ya era utilizado por los filósofos de la Grecia antigua, como hiciera Aristóteles, bien departiendo con amigos y conocidos o deambulando en solitario por plazas y pórticos interpelando o discutiendo con quien se pusiera a tiro. Paseantes ilustres encontramos entre los filósofos antiguos, como Sócrates o el platónico Bion, el cínico Crates, quien solía perseguir a las prostitutas por la calle en un arranque moralizador o al escéptico Pirro, que no paraba de hablar mientras paseaba, aunque fuera solo, por poner algunos ejemplos.
Avito Carrascal se adhiere también a otra variante de esta forma dinámica de enseñanza como es la visita a los museos, por lo que de real tiene lo que allí se ve frente a lo fantasioso, según él, de la literatura, y por lo que de invención hay en esta última. En definitiva, la historia se desarrolla a través de ideas y personajes contrapuestos, lo que convierte la novela en un texto de elementos confrontados: el amor frente a la pedagogía; las ideas novedosas e intempestivas del marido, frente al talante tradicional y pausado de la esposa; el carácter racionalista a ultranza del protagonista frente al pensamiento divagador y reflexivo del amigo filósofo. Todo ello lleva también, al fin, al enfrentamiento entre padre e hijo, que termina por reflejar la oposición manifestada en el título: La frialdad de la ciencia frente al ardor de los sentimientos. Será esta última oposición la que, a la postre, llevará al fracaso del que hablábamos al principio y a un suicidio, como ya hemos visto en La casa de Bernarda Alba, que simboliza también el resultado trágico de un experimento educativo que utiliza al ser humano como un animal de laboratorio.
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