El pasado 6 de agosto se cumplieron ochenta años del bombardeo atómico sobre Hiroshima, una tragedia que marcó uno de los puntos de inflexión más oscuros del siglo XX. A las 8:15 de la mañana de 1945, el avión Enola Gay, lanzó la bomba "Little Boy", sobre la ciudad japonesa, matando instantáneamente a más de 70.000 personas e hiriendo a decenas de miles más que, en las semanas y meses siguientes, morirían por quemaduras, enfermedades y radiación. Hoy en día, los efectos genéticos y ambientales de aquella bomba siguen afectando a los descendientes de las víctimas. Nunca un “little boy”causó tanto dolor.
Recordar Hiroshima no es un ejercicio nostálgico, es un ejercicio que nos llena de dolor: es una obligación ética. En una época en la que las guerras han dejado de ser “declaradas” y se han transformado en asedios sostenidos, televisados y en bombardeos sobre la población civil —como ocurre en Gaza—, o en guerras de desgaste estratégico como en Ucrania, la lección pendiente de Hiroshima es más urgente que nunca: ninguna victoria justifica el aniquilamiento del ser humano, de la humanidad.
Los supervivientes de Hiroshima, conocidos como hibakusha, han dedicado sus vidas a exigir que “nunca más” se repita una tragedia semejante. Pero hoy, ochenta años después, las bombas ya no tienen forma de hongo nuclear: tienen forma de bloqueos sanitarios, de ataques a hospitales, de mutilación a gran escala, de desplazamientos masivos, de impunidad y de hambre.
Gaza: la herida abierta
Desde octubre de 2023, Gaza ha sido escenario de una ofensiva militar sin precedentes. Según datos de Human Rights Watch y de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OHCHR), el número de víctimas civiles supera ya las 37.000 personas, incluyendo más de 14.000 niños, en lo que muchos juristas internacionales han calificado como crímenes de guerra e incluso actos genocidas (ver: Rapporteur Fionnuala Ní Aoláin, Naciones Unidas, 2024). Las bombas de fósforo blanco, prohibidas por el derecho internacional en zonas civiles, han sido documentadas por Amnesty International en varias zonas del sur de Gaza (Informe AI, enero 2024).
Ucrania: la guerra de la tecnología y la propaganda
Mientras tanto, la guerra en Ucrania —iniciada con la invasión rusa en febrero de 2022— ha generado una devastación prolongada sobre infraestructuras críticas, incluidos hospitales, escuelas, sembradíos y plantas energéticas, aparte de todo lo que acarrea, desde el desgaste humano, pasando por epidemias hasta el hambre. La Corte Penal Internacional ha emitido órdenes de arresto contra altos funcionarios rusos por deportaciones forzadas de niños ucranianos (CPI, marzo 2023). La guerra híbrida, que combina desinformación, ciberataques y artillería pesada, es el nuevo rostro de un conflicto global al que cualquier país está expuesto.
Ambos conflictos demuestran que el principio básico del derecho humanitario —la protección de la población civil— ha sido abandonado sistemáticamente. Si Hiroshima representó el terror nuclear real y físico, hoy estamos asistiendo a nuevas Hiroshimas, digitales, químicas, económicas y sociales, muchas de ellas ejecutadas con el respaldo o la indiferencia de potencias mundiales.
¿Hemos aprendido algo?
El Memorial de la Paz de Hiroshima no es solo un museo: es una advertencia. “Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”, dijo el filósofo George Santayana. Y sin embargo, lo estamos repitiendo, con nuevas formas de violencia y la misma indiferencia. A ochenta años del horror atómico, la humanidad sigue suspendida entre la memoria y la amnesia. Seguimos recordando Hiroshima cada agosto, pero permitimos que Gaza arda en tiempo real. Condenamos la barbarie con declaraciones diplomáticas, pero seguimos destinando más dinero a las armas que a la salud, a la educación o al desarrollo humano.
El problema no es solo político: es moral. Hemos normalizado el sufrimiento de los otros como si no fuera nuestro. Hemos fragmentado los derechos humanos según intereses geopolíticos. Y lo más preocupante: hemos dejado de escucharnos como especie. Los derechos humanos no pueden seguir siendo papel mojado en los tratados internacionales. Son el único lenguaje posible para una convivencia global. Releer la Declaración Universal de 1948 es hoy un acto de resistencia, pero también una brújula. En ella no solo se defiende la vida: se defiende la dignidad, la igualdad, el acceso a los recursos, la libertad de conciencia, la cultura y la justicia. Y si hemos de reconstruir algo tras estas guerras —las visibles y las invisibles— no será solo ciudades: será nuestra conciencia colectiva. Porque no hay paz posible sin justicia económica, sin redistribución del poder, sin garantizar que ningún país ni ningún ser humano quede sistemáticamente excluido del bienestar global.
“Nosotros los pueblos…”: la paz como mandato fundacional
En el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas, firmada el 26 de junio de 1945 en San Francisco —pocas semanas antes de Hiroshima—, se lee:
“Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra…”.
Estas palabras no fueron retóricas: fueron el grito de una humanidad devastada por dos guerras mundiales en menos de treinta años, por el Holocausto, por el hambre y por el exilio. Pero también fueron una promesa de civilización, un juramento colectivo para que el horror no se repitiera. Sin embargo, el 6 de agosto de 1945, Hiroshima ardía bajo un devastador hongo de radiación y muerte.
La bomba atómica cayó después de haber firmado ese pacto de paz. El contraste es brutal y vergonzoso: mientras unos firmaban una esperanza, otros desencadenaban el mayor crimen tecnológico de la historia. Pero ese mismo año, con Hiroshima radiactiva, calcinada y en ruinas, nació la UNESCO: la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. Su Constitución se firmó en noviembre de 1945 y entró en vigor en 1946. No fue un gesto administrativo. Fue un acto de resistencia espiritual. El preámbulo de la Constitución de la UNESCO es aún más explícito: “Puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz.” En esa frase está la clave de todo: la paz no se impone por la fuerza, se educa. Hiroshima no solo fue una herida: fue el espejo que obligó al mundo a mirar su rostro más oscuro y a preguntarse si quería seguir por ese camino. Hoy, a 80 años, debemos preguntarnos si estamos honrando aquel juramento de “nosotros los pueblos”. Las guerras de hoy —en Gaza, en Ucrania, en tantas regiones silenciadas— nos devuelven al dilema de 1945: ¿preferimos la seguridad armada o la paz sostenible? ¿El dominio o la dignidad? Recuperar el espíritu de la Carta fundacional y de la UNESCO no es una nostalgia: es una urgencia. Porque los pueblos del mundo sí quieren evitar a las generaciones futuras el flagelo de la guerra. Lo que falta es que los gobiernos escuchen.
Un llamado urgente
Hoy, ochenta años después de Hiroshima, no basta con colocar flores ante los monumentos ni con discursos institucionales. Todos aburridos e interminables. Hace falta un cambio radical de paradigma: una transformación interior que empiece en cada individuo, en cada aula, en cada institución, en cada comunidad. La paz no se decreta: se construye desde dentro y se proyecta hacia fuera. Se alimenta del pensamiento crítico, del diálogo intercultural, del reconocimiento del otro, de la educación emocional y del compromiso cívico. Sobre todo, se sostiene en un principio simple: toda vida vale igual, sea de donde sea, crea lo que crea, hable el idioma que hable.
A quienes tienen poder político, económico y mediático: les toca más que nunca detener la maquinaria del odio y apostar por soluciones humanas. A quienes trabajamos desde la educación, la cultura, la salud o la cooperación: nos corresponde reforzar los lazos éticos que aún nos unen y crear conciencias para buscar soluciones, pero soluciones reales, más allá de la pose para la foto de turno. Y a quienes observan con impotencia desde sus casas: que sepan que ningún gesto por la paz es pequeño, ningún acto de humanidad es en vano.
Este llamado no es solo crear conciencia de lo devastador y costoso que son las guerras. Es como ciudadana, como esposa, como madre, como docente y como miembro de la UNESCO, crear conciencia que tenemos que reparar el tejido roto del mundo. Es saber la importancia de volver a creer en los derechos humanos no como un ideal abstracto, sino como un proyecto vivo de civilización compartida. Es el saber que debemos construir puentes entre países ricos y empobrecidos, a redistribuir el acceso a la tecnología, al agua, a la salud, es crear fuentes de economía circular. A que ningún niño muera por nacer en el lugar equivocado del mapa. Y, sobre todo, es un llamado a sostener la esperanza como un acto político, espiritual y revolucionario. Porque cada niño muerto en Gaza, cada anciana desplazada en Ucrania, cada civil asesinado en nombre de la seguridad es una bomba más lanzada sobre la conciencia de la humanidad. ------------------------------------------
Referencias: United Nations Office of the High Commissioner for Human Rights (OHCHR), Reports on Gaza, 2024. Amnesty International: “Israel/OPT: Evidence of white phosphorus use”, 2024. International Criminal Court (ICC), “Arrest warrants in the context of the situation in Ukraine”, 2023. SIPRI Military Expenditure Database, 2024. Hiroshima Peace Memorial Museum official records. George Santayana (1905). The Life of Reason. Pope Francis, Hiroshima Speech, 24 November 2019.
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