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El pasado 6 de agosto se cumplieron ochenta años del bombardeo atómico sobre Hiroshima, una tragedia que marcó uno de los puntos de inflexión más oscuros del siglo XX. A las 8:15 de la mañana de 1945, el avión Enola Gay, lanzó la bomba "Little Boy", sobre la ciudad japonesa, matando instantáneamente a más de 70.000 personas e hiriendo a decenas de miles más que, en las semanas y meses siguientes, morirían por quemaduras, enfermedades y radiación.
El 16 de julio se cumplieron 80 años de la primera explosión de una bomba atómica en la historia de la humanidad, en el lugar al que su creador, el físico J. Robert Oppenheimer, denominó “Sitio Trinity”, situado en el estado de Nuevo México. Ese remoto paraje desértico de Estados Unidos era conocido desde hacía siglos por el nombre que le asignaron los conquistadores españoles: Jornada del Muerto.
Las fuerzas armadas de Rusia y Ucrania, así como las de Myanmar y Siria, han utilizado este año municiones en racimo en sus combates, a pesar de la campaña internacional para la proscripción y eliminación de estas armas, según se confirma en un informe emitido esta semana por la organización Human Rights Watch (HRW).
Las bombas de racimo contienen numerosas municiones que se dispersan antes de tocar el blanco y causan graves daños en un radio amplio. Una convención internacional prohibió su empleo, que daña sobre todo a civiles, pero países como Estados Unidos, Rusia y Ucrania no forman parte del acuerdo. Según un informe difundido por la organización humanitaria Human Rights Watch, "las bombas de racimo matan más civiles que combatientes".
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