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​¿Qué futuro les dejamos?

Quizás no tengamos el poder de cambiar el mundo entero, pero sí tenemos el deber, innegociable, de no entregarlo en ruinas
Conchi Basilio
jueves, 26 de junio de 2025, 11:59 h (CET)

Atravesamos tiempos extraños. El progreso tecnológico avanza a un ritmo vertiginoso, pero el alma del mundo parece agotada. Se habla de inteligencia artificial, de exploración espacial, de nuevas formas de energía, pero cada día mueren miles de personas por causas evitables, y la Tierra, nuestro único hogar, está al borde del colapso. En medio de esta contradicción brutal, muchos nos hacemos la misma pregunta, ¿qué futuro les dejamos a nuestros hijos? ¿qué mundo heredarán quienes aún no han nacido?


No basta con sobrevivir. La vida no es una línea de producción. El ser humano no ha venido a este planeta a destruirlo en nombre del beneficio. Pero la lógica del sistema actual, acelerada, extractiva, cortoplacista, convierte la naturaleza en mercancía, la cultura en entretenimiento fugaz y el pensamiento en eslóganes. ¿Cómo enseñar a las próximas generaciones a amar un mundo que nosotros no supimos cuidar?


No es pesimismo, es realidad. El cambio climático ya no es una amenaza, sino una evidencia que golpea con incendios, sequías, tormentas o migraciones forzadas. Los océanos se ahogan en plástico. Las abejas desaparecen. Los glaciares se funden.


¿De verdad creemos que podemos seguir así sin consecuencias?


Pero no todo está perdido. A pesar de la desinformación, de los discursos de odio, del cinismo institucional, algo profundo está despertando. Hay jóvenes que se organizan, que leen, que siembran, que crean espacios de comunidad. Hay científicos que luchan por un conocimiento al servicio del bien común. Hay periodistas independientes que aún apuestan por la verdad. Hay madres, padres, docentes, trabajadores que resisten la indiferencia y educan en valores sin renunciar a la esperanza.


La pregunta no es sólo que mundo dejamos, sino qué valores transmitimos, qué huella ética dejamos en nuestras acciones cotidianas. Porque el futuro no es una línea recta que se impone, es un tejido frágil hecho de decisiones pequeñas y colectivas. Si nuestros hijos crecen viendo que mentir, explotar, contaminar o despreciar al otro sale rentable, no podemos exigirles nada distinto. Pero si crecen viendo dignidad, cuidado, coherencia y compromiso, sabrán que otro mundo es posible.


Hoy más que nunca, ser adultos es asumir una responsabilidad que transciende el presente, no podemos seguir delegando el futuro en el azar o en las élites. Cada decisión que tomamos, lo que compramos, lo que compartimos, lo que callamos o defendemos, construye una parte del mundo que vendrá.


Y quizás esa sea la verdadera pregunta, ¿estamos dispuestos a cambiar nosotros, aquí y ahora, para que ellos vivan mejor mañana?


Porque no se trata de una teoría lejana ni de un dilema abstracto. Ya está ocurriendo, hay niños que no conocen un cielo limpio, que beben agua con microplásticos, que normalizan vivir con miedo, ansiedad o pantallas como único refugio. Ya hay generaciones creciendo sin árboles, sin certezas, sin tiempo libre, sin dialogo entre adultos que les den ejemplo.


Y mientras discutimos sobre estadísticas, ideologías o mercados, la cuenta atrás no se detiene. La historia no juzgará nuestras intenciones, sino nuestras omisiones.


Quizás no tengamos el poder de cambiar el mundo entero, pero sí tenemos el deber, innegociable, de no entregarlo en ruinas.  

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Atravesamos tiempos extraños. El progreso tecnológico avanza a un ritmo vertiginoso, pero el alma del mundo parece agotada. Se habla de inteligencia artificial, de exploración espacial, de nuevas formas de energía, pero cada día mueren miles de personas por causas evitables, y la Tierra, nuestro único hogar, está al borde del colapso. En medio de esta contradicción brutal, muchos nos hacemos la misma pregunta, ¿qué futuro les dejamos a nuestros hijos?

A lo largo de mi infancia viví en una calle malagueña con ciertas pretensiones de vía principal. Por la parte de atrás, lindaba con la zona más típica del Perchel repleta de corralones. El lenguaje que provenía de sus dimes y diretes habituales era de lo más “florido y versallesco”.

Tenemos que hablar. Cuando uno crece en familia, la charla sobre sexo es uno de esos rituales de paso por el que se ha de transitar, primero como hijos y, después, cuando se madura y se avanza hacia el otro lado del espejo, como padres, actualizando la fórmula y haciéndola más llevadera. Siempre es un momento incómodo, pero esencial para mostrar la realidad a la que se enfrentan durante la adolescencia y, en consecuencia, el resto de su vida.

 
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