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El ejercicio diario del amor y el valor de estar juntos

El futuro siempre está ahí, entre nosotros, y no como una expectativa para vengarse, sino como un instante más; que debe contribuir a superar los errores del pasado, reconstruyendo nuevos caminos de paz
Víctor Corcoba
miércoles, 25 de junio de 2025, 10:51 h (CET)

Quien es verídico, asume la responsabilidad de ser lo que es y se reconoce libre activando los andares auténticos. Además, se predispone a salir de este mundo de falsedades, a retomar otros cultos más seguros, que aminoren las tensiones y acrecienten el abrazo sincero entre culturas diversas, frente a la tentación de huir a espacios virtuales, que no entienden de corazón y menos aún de espíritu donante. En una sociedad, en la que las tecnologías parecen acercarnos, no suele ser así, distanciando a los que viven próximos. En ocasiones, esa sintonía de miradas adheridas a la palpitación del corazón, como lenguaje de acompañamiento vivo, permanecen ausentes. Desde luego, no hay mejor arma que un te quiero dicho con toda el alma, para sofocar el grito de la humanidad.


Por otra parte, el ser humano en su esencia no debe ser esclavo, de nadie ni de sí mismo, sino un entusiasta de los latidos. Su única misión reside en el amor, que es lo que nos nutre y nos eleva el verbo en verso. De ahí, lo vital que es ser poesía y no poder, que todo lo apodera de intereses mezquinos. Nuestro deber, sin duda, es huir de este hábitat alocado que incita permanentemente al conflicto. Dejemos de cultivar batallas absurdas que no resuelven los problemas, al contrario, los agrava hasta el extremo de impedir que cicatricen. Lo transcendental es no dejarse torturar por el miedo, como individuo vinculado a rehacerse en cada despertar, al menos para que la alegría sea conjunta y el reencuentro tan efectivo como afectivo.


Indudablemente, hemos de regresar al universo de la cercanía, para que la humanidad deje de deshumanizarse y de volverse inhumana. Nada nos asusta más que la inmovilidad y el individualismo. El entrenamiento cotidiano y conjunto es el que nos pone alas. Ahora, claro, lo sustancial es orientarse en todos los contextos afablemente, predominando siempre el sentido de comunión y comunidad, de ser familia. No hay otra verdad más grande, que todos dependemos de todos, por eso cuesta creer en nuestro propio afán destructivo. Al cuidar de nosotros mismos, comenzamos a cuidar de la tierra, reflejando lo importante que es alcanzar ese espacio interior, tanto del aprender a reprendernos, como del querernos para poder querer a los demás y a lo que nos rodea.


Con lo que está sucediendo en el planeta, con la agitación y las hostilidades que hay, me parece de suma influencia, el ejercicio diario del acercamiento y la práctica del corazón, como un enfoque contemplativo del bienestar físico, mental y espiritual, de cada cual consigo mismo, para mantenerse armónicamente saludable y superar la depresión y la ansiedad. Entrar en sanación, pues, es trascender. Utilicemos el poder del amor, ya no sólo para amarnos, sino también para ser amables y colindantes. Desde luego, nunca es tarde para reiniciar el diálogo y renovar modos y maneras de vivir, antes de que el terrible sufrimiento humano que originan las luchas, nos deje sin palabras; y, lo que es peor, sin confianza alguna.


El futuro siempre está ahí, entre nosotros, y no como una expectativa para vengarse, sino como un instante más; que debe contribuir a superar los errores del pasado, reconstruyendo nuevos caminos de paz. Ojalá aprendamos a poner la estima y el respeto en acción, seguro que generamos entonces un mundo más fraterno, concienciado en las alianzas, para fomentar habilidades entre sus poblaciones como la empatía, el trabajo colaborativo, el liderazgo compartido y la creatividad para solucionar problemas. En efecto, si nos dejamos ablandar el corazón, levantando al que está caído, acariciando al que ha sido maltratado, atendiendo el alarido de la gente atemorizada, seguramente una esperanza reavivará otra esperanza; y, el barco de la vida, será la mejor sonrisa en la marea existencial.

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Atravesamos tiempos extraños. El progreso tecnológico avanza a un ritmo vertiginoso, pero el alma del mundo parece agotada. Se habla de inteligencia artificial, de exploración espacial, de nuevas formas de energía, pero cada día mueren miles de personas por causas evitables, y la Tierra, nuestro único hogar, está al borde del colapso. En medio de esta contradicción brutal, muchos nos hacemos la misma pregunta, ¿qué futuro les dejamos a nuestros hijos?

A lo largo de mi infancia viví en una calle malagueña con ciertas pretensiones de vía principal. Por la parte de atrás, lindaba con la zona más típica del Perchel repleta de corralones. El lenguaje que provenía de sus dimes y diretes habituales era de lo más “florido y versallesco”.

Tenemos que hablar. Cuando uno crece en familia, la charla sobre sexo es uno de esos rituales de paso por el que se ha de transitar, primero como hijos y, después, cuando se madura y se avanza hacia el otro lado del espejo, como padres, actualizando la fórmula y haciéndola más llevadera. Siempre es un momento incómodo, pero esencial para mostrar la realidad a la que se enfrentan durante la adolescencia y, en consecuencia, el resto de su vida.

 
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