“Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar”Antonio machado
Algo se quiebra dentro cuando se apaga la voz de quien te cantó al oído los secretos de la juventud. No es solo la tristeza por la desaparición de la persona, por Manuel de la Calva; es la certeza de que una parte irrecuperable de tu biografía, de nuestra biografía colectiva, se desvanece para siempre. Su fallecimiento marca El final del verano más largo y brillante que jamás hayamos vivido varias generaciones de españoles. Un verano que, en realidad, duró décadas y que su música ayudó a definir.
Su voz cálida y cercana, siempre acompañada de la complicidad de Ramón Arcusa, nos abrió en 1958 una ventana distinta a la vida. En un país que se movía aún entre rigideces, apareció aquella música fresca que hablaba de lo que sentíamos sin atrevernos a decirlo. Por eso, cuando sonaba en las radios Quince años tiene mi amor, no escuchábamos solo un estribillo: escuchábamos la proclamación de que la adolescencia, con toda su ingenuidad y sus ansias de vivir, merecía ser celebrada.
Manolo y Ramón fueron los cronistas de cada latido del corazón adolescente. Con ellos aprendimos a soñar imposibles. ¿Quién no se ha sorprendido alguna vez murmurando aquello de Quisiera ser? Era la confesión universal del enamorado, el deseo de transformarse en todo aquello que necesitara la persona amada. Y, del mismo modo, aprendimos que el amor lleva consigo sus heridas. En las noches solitarias, cuando parecía que el mundo se nos venía abajo, ahí estaban los versos de Perdóname o la dulzura amarga de Esos ojitos negros, recordándonos que no estábamos solos en nuestras lágrimas.
Nos enseñaron que la vida, a veces, solo pide ser vivida Como ayer, con la misma ingenuidad y la misma fe.
Pero la música del Dúo Dinámico no se detuvo en la melancolía. Manuel supo cantar, con entusiasmo contagioso, la certeza de que Somos jóvenes, como si con esas palabras se pudiera desafiar a la fugacidad del tiempo. Y Como ayer supo también evocar esa añoranza que todos sentimos alguna vez: la de detener la vida en un instante perfecto y guardarlo para siempre, aunque sepamos que es imposible.
Quien haya vivido un Amor de verano sabe de qué hablamos: esa pasión ardiente, condenada desde el principio a extinguirse, pero tan viva que deja huella para toda la vida.
Las suyas no eran solo canciones; eran manifestaciones de una nueva energía social, de un deseo de moverse, de reír, de gritar que se estaba vivo. Ellos pusieron el ritmo a la modernidad Bailando el twist o la alegría desatada que trajo Lolita Twist, cuando el país descubría que se podía liberar el cuerpo y reírse de las normas al compás de una guitarra. Eran la alegría hecha vinilo.
Sin embargo, el tiempo, ese incansable caminante, no perdona. Y el verano, inevitablemente, llega a su fin. La noticia de la muerte de Manuel de la Calva es ese último día de estío en el que el aire se enfría de repente y te abrigas con la única chaqueta que calienta: la nostalgia. Es darse cuenta, de golpe, de que aquel paraíso de juventud del que ellos eran los sumos sacerdotes, efectivamente, se ha evaporado. ¡Qué breve es todo! ¿Qué ha pasado? Nos miramos al espejo y ya no estamos allí. Estamos aquí, con el pelo plateado y las aristas que la vida ha ido tallando en nuestros rostros, escuchando la misma canción con oídos distintos y ecos lejanos.
Por eso hoy, en esta despedida en El final del verano, la metáfora se vuelve destino. Lo que en 1963 era solo la canción amable de un adiós canicular, hoy nos golpea con la imagen inexorable de un concierto concluido. Manuel de la Calva ya no cantará más en presente, y sin embargo, seguirá estando en todas partes: en las verbenas, en los recuerdos de las fiestas de juventud, en los corazones que se aceleraban con sus melodías.
Y cuando en 1988 nos regaló junto a Ramón aquel himno inmortal que es Resistiré, Manuel dejó de ser solamente un cantante para convertirse en símbolo. Resistir a la vida, al dolor, a la adversidad, a la pérdida. Resistir porque no queda otra, porque incluso en medio de las tormentas hay una dignidad invencible: mantenerse en pie. Durante la pandemia, aquel estribillo se convirtió en bandera de un pueblo entero confinado en su miedo, y fue entonces cuando comprendimos que el Dúo Dinámico había trascendido el tiempo: ya no eran solo la voz de los sesenta, eran la voz de nuestra resistencia colectiva.
Hoy nos toca resistir de nuevo. Manuel se ha ido pero no nos ha dejado. Con su marcha sentimos que se rompe un hilo íntimo que nos unía a lo que fuimos. Su voz nos devolvía al instante exacto en que teníamos quince años y todo estaba por venir. Y ahora comprendemos que ninguna juventud vuelve, que cada verano tiene su final, pero que lo vivido se convierte en patrimonio eterno del alma.
La música tiene el poder extraño de acariciar cuando sangramos. Por eso esta elegía no es solo un adiós, es también una muestra de gratitud imperecedera. Porque Manuel no fue únicamente un artista: fue un compañero de viaje. Nos enseñó a soñar, a llorar, a bailar, a resistir. Hoy, mientras lo despedimos, sabemos que en algún lugar donde los veranos no terminan, seguirá cantando.
Hoy no lloramos solo la pérdida de un hombre. Lloramos el final de una era. Pero también celebramos un legado imborrable. Manuel de la Calva no se ha ido del todo. Permanece en cada Quisiera ser que susurra un adolescente, en cada Resistiré que se convierte en un grito de guerra contra la adversidad, en cada recuerdo de un verano eterno que él ayudó a crear. Su música es el camino que, como decía Machado, se hace al andar. Y nosotros, caminantes agradecidos, seguiremos andándolo, tarareando sus melodías, que son las huellas indelebles de nuestro propio viaje. Lo que vende no es la juventud, sino su añoranza. Y hoy, la añoranza suena a Dúo Dinámico. Suena a Manuel de la Calva. Suena a nosotros, cuando éramos jóvenes y el verano no tenía fin.
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