Muchas personas cargan con una presión invisible: la de ser queridas a toda costa. Se visten con una máscara de perfección —amables, sonrientes, eficientes, jóvenes, atractivas, disponibles— porque en algún momento aprendieron que solo así serían valoradas. No es vanidad, ni ego, es miedo. Miedo al rechazo, al abandono, a no ser suficientes.
Este patrón emocional, profundamente arraigado, se traduce en un esfuerzo constante por agradar, por no molestar, por no aburrir… hasta que el alma colapsa. La persona no descansa ni en su propio cuerpo. Siente que no puede simplemente ser, sin justificar cada emoción o pedir perdón por su existencia.

Y, cuando esto se mezcla con el amor, el terreno se vuelve aún más delicado. El miedo a aburrir al otro, a no ser divertida, a parecer "demasiado intensa", puede hacer que alguien se calle lo que más necesita decir. O, al contrario, que hable sin parar, no por egocentrismo, sino por pánico a que el silencio se convierta en distancia.
Pero la verdad es otra: el amor auténtico no exige entretenimiento constante, ni perfección, ni brillo artificial. Exige presencia. Y escucha.
Cuando alguien dice: "No me hagas sentir que te aburro, o empezaré a esforzarme en tonterías para que no me dejes de querer", está revelando una herida de base: la de haber creído que su valor dependía de hacer feliz a los demás.
Sanar comienza con desactivar esa creencia. Entender que el amor sano no nace del rendimiento, sino de la conexión. Que se puede ser amada incluso estando triste, callada, sin maquillaje, rota o cansada. Y que uno no tiene que esperar a morir para descansar: puede empezar a descansar aquí, ahora, en un vínculo que acoja sin exigir.
|