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El objeto de esta columna es expresar una reflexión sobre la Iglesia católica, ya que a menudo es actualidad y motivo de fuerte polémica. Mucho de lo que leo sobre la Iglesia católica podríamos afirmar, a mí modo de ver y desde siempre, que es «signo de contradicción».
Nos hemos globalizado y, eso, está muy bien; ahora nos falta sustentarnos en el verdadero amor, conocedores de que el espíritu fraterno, es lo que nos obliga a desvivirnos por vivir la acción colectiva, como fuerza orientadora para lograr la concordia, desde el abecedario del respeto mutuo y el lenguaje de la tolerancia.
Vivimos en una sociedad en constante cambio, compuesta por personas con diferentes intereses, opiniones y formas de ver la vida. Por eso, el conflicto es algo inevitable. No es algo que deba asustarnos: al contrario, si sabemos manejarlo de forma adecuada, puede convertirse en una poderosa herramienta de crecimiento personal y social.
Escribo esta columna para despejar cualquier sombra de duda sobre un modo de vida que para mí resulta difícil de entender, y sobre todo cuando se intenta recuperar el sentido de las cosas. Existe una especie de angustia existencial (ese es el modo de vida) que persigue a muchas personas, y yo soy de los que piensan que tu existencia es la que te llena de posibilidades creativas...
La clemente voz suele pasar desapercibida, porque las fuerzas que actúan no son las económicas y políticas, sino las morales y espirituales. Está visto que nos hemos confundido de ruta. El desamparo suele dejarnos sin palabras, es lo que presenciamos por todos los rincones de la humanidad; mientras la crisis humanitaria, las enfermedades acrecentadas por desigualdades tremendas y por doctrinas que esclavizan, se dan la mano cebándose con la población más débil.
La cultura visual domina la vida social y también la esfera pública actualmente, en el mundo de la globalización. La imagen lo domina todo, porque estamos inmersos en lo audiovisual y digital. Lo que no significa que se pueda despreciar el lenguaje escrito, como algo del pasado que ya está superado, por las costumbres de los nuevos tiempos.
Vivimos en un mundo donde lo visible, lo tangible y lo medible parecen tenerlo todo: el éxito se calcula en cifras, los logros se premian con aplausos y el valor de una persona se confunde a menudo con su posición social. Pero ¿y si todo eso fuera solo la punta del iceberg?
Estos días, un prestigioso diario nacional decía que durante décadas EEUU había sido una potencia cultural y que sus valores habían marcado el rumbo del mundo (¿nostalgia del anterior gobierno, reproche al actual?). El tono era similar al de un paraíso perdido irrecuperable.
En nuestra sociedad globalizada, cada vez es más frecuente que nos enfrentemos a debates sobre temas sensibles como la homosexualidad, el aborto, la interculturalidad y la inmigración. Estos temas son complejos y requieren un enfoque que reconozca las diferentes percepciones y valores que influyen en cómo cada cultura y contexto histórico los interpreta.
En un mundo en permanente cambio, nos alienta el bosque de las palabras, la orquestación de su mística y el colorido de las armónicas miradas; al tiempo que nos alimenta, asimismo, la persistente renovación de la savia. Esto nos demanda, el activo de un sincero diálogo entre latidos variados, la buena vecindad de los pulsos y el espíritu reconciliador en escena.
Esta es una de las preguntas más trascendentales que podemos hacernos. No es fácil responderla, y, sin embargo, reflexionar sobre ella puede abrirnos puertas que nunca antes habíamos imaginado. Nuestro propósito no se encuentra en el por qué, sino en el para qué. No se trata de buscar una explicación a nuestra existencia, sino de descubrir cómo podemos aportar valor al mundo.
Lo horrible de esta tierra son nuestras contrariedades. Necesitamos sentirnos solidarios y despertar sin egoísmos, para sustentarse y sostenerse armónicamente, como una indivisa familia con multitud de hogares, deseosos de participar su calor viviente. Ese entusiasmo gozoso por el bienestar es el que nos da consistencia, que no está tanto en las personas adultas, como en los niños y en los ancianos.
Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un asunto que se discute bastante poco en nuestros días, puesto que en esta “era de la información”, paradójicamente, asistimos a una proliferación masiva de ignorancia naturalizada. Es necesario aclarar que no se trata de una carencia fortuita, sino más bien de un proceso meticulosamente orquestado mediante la erosión sistemática del pensamiento crítico y la capacidad de discernimiento.
En esta vida tenemos ciertos valores que se van conformando a medida que vamos evolucionando en los años. Durante la infancia formaremos nuestra personalidad, que será determinante para el carácter que tengamos en el futuro. Cuando somos niños, nos educan y enseñan todo aquello que creen que será necesario para poder desenvolvernos el día de mañana.
Cada uno de nosotros, sólo será justo en la medida en que haga sus labores de desapego, porque nuestra víscera egoísta perennemente está apegada a la deslealtad, dentro de una atmósfera adherida al odio, a la venganza, a los rencores. Por desgracia, cualquiera hemos presenciado la destrucción de vínculos hogareños, que nos revuelven por dentro, pero que ahí suelen estar, pasando de una generación a otra.
Durante décadas, Estados Unidos ejerció un papel hegemónico en la escena internacional, asumiendo en gran medida el rol de “sheriff del mundo”. Tras la Segunda Guerra Mundial y a lo largo de la Guerra Fría, su presencia militar y política proporcionó un paraguas de seguridad a muchos países, especialmente en Europa. Sin embargo, en los últimos años —y de forma más notoria bajo el mandato de Donald Trump— se ha observado un cambio en esta estrategia.
Nunca viene mal, tanto para creyentes como no practicantes, activar en nosotros el itinerario cuaresmal de cuarenta días, al menos para tomar una cognición más nívea y reflexiva, sobre nuestra propia historia por aquí abajo; máxime en un momento de tantos endiosamientos mundanos, con su siembra de mentiras y maldades.
No cabe duda, nos vendrá bien de vez en cuando, dirigir la mirada sobre aquello que nos une durante los recorridos diarios por este mundo; nos ayudaría a percibir las afinidades, que tanta falta nos hacen y apreciamos poco. La inmensa variedad de situaciones no es óbice para que pensemos en los rasgos compartidos, de indudable repercusión para el conocimiento mutuo.
Desde la era de Ronald Reagan hasta la presidencia de Donald Trump, la psicología colectiva en Estados Unidos ha experimentado cambios significativos. A medida que el uso de antidepresivos ha aumentado un 400 % desde 1994, es evidente que la infelicidad y la ansiedad se han convertido en problemas crecientes en la sociedad estadounidense.
Nuestro mundo atraviesa un periodo de fuertes turbulencias, que se reflejan en un aluvión de violencias sin escrúpulo alguno, que nos dividen y nos esclavizan como jamás. Ante esta grave, gravísima situación global, tenemos que apostar por el vital reconstituyente de la unidad, de rehacernos con la cura terapéutica de la clemencia.
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