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En una época marcada por la inmediatez, las redes sociales y el ruido constante, recuperar la voz de los sabios antiguos puede parecer un acto subversivo. La sabiduría de Epicteto, filósofo estoico del siglo I, resuena hoy con una vigencia inquietante. Su propuesta, sencilla en apariencia, es radicalmente transformadora: para vivir con paz y alcanzar una felicidad sólida, hay que comenzar por distinguir con claridad qué depende de nosotros… y qué no.
Hace unos ideas asistí a una conflagración incruenta en una clase en la que se impartía Historia de la Edad Moderna. Nada que ver con la Revolución Francesa. El motivo de la trifulca se basó en las diferencias de criterio acerca de la temperatura que debe reflejar el dichoso termostato, con el fin de ofrecer una atmósfera adecuada. No llegó la sangre al río; tras unas arduas y agrias negociaciones, se llegó a un armisticio.
Sin crecimiento, las ganancias o mejoras de cualquier grupo social únicamente se pueden conseguir a costa de otros que empeoren su situación, y la austeridad privada, además, permite la abundancia de lo público, lo cual se necesita para crear una nueva élite de sumos sacerdotes que articulen y prediquen el necesario control de los individuos que evite las desviaciones características de los librepensadores.
La verdad siempre es clara, aunque su figura pueda hacernos daño. Igualmente, los proyectos, siempre deben comprometer a la persona y su realización debe ofrecerse a todo miembro de la comunidad. Con el tiempo aparecerán los cambios, interesados o no; siempre será la comunidad la que decida.
En una sociedad libre, el mayor patrimonio que posee un ciudadano no es material, sino simbólico, su voz. Su capacidad para pensar, expresarse, disentir, señalar lo que duele o lo que falta. Nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a decirle a otro qué puede o no puede escribir, qué temas abordar, o a qué causa entregarle su palabra. La libertad de expresión no es un privilegio, es un derecho.
¿Optarían los más jóvenes por disfrutar de una buena vida en lo material a cambio de una reducción en la calidad de la democracia? Eso parece desprenderse de una encuesta emanada de los entresijos del poder, pero se trata, creo yo, de un tanteo engañoso, pues no está reñida una cosa, el nivel de vida, con la otra, es decir, con la democracia.
La libertad no se negocia. Ante el favoritismo y la desigualdad tan frecuentes o habituales en el trato y en las relaciones sociales de todo tipo, lo que permanece es el ejercicio de la propia libertad. Ser sujetos autónomos implica también que los demás respeten y valoren los méritos y logros de las personas, algo que lamentablemente no suele suceder.
Vivimos en una época donde los hechos ya no son el centro del debate. La objetividad ha perdido fuerza frente a las emociones, y las creencias personales muchas veces pesan más que cualquier dato comprobable. Es lo que se conoce como 'posverdad', un fenómeno que ha cambiado profundamente la manera en que entendemos la realidad.
Aquellas personas que piensan la y sobre la realidad y aquellas otras que son y viven la realidad y son pensadas por las primeras. O sea, la elite que interpreta el mundo y la grey subalterna que elabora los objetos o mercancías que hacen el mundo. Cierto es, un binomio reduccionista para descomponer lo complejo.
Libertad es una palabra que se oye a menudo en estos tiempos que corren. La libertad es ese derecho sagrado e insustituible que lamentablemente sólo algunos afortunados en el globo hemos podido gozar de él. Considero la libertad como un concepto grande, como una de esas palabras fundamentales en cualquier idioma por lo que representan.
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que, si bien data desde que la humanidad existe, hoy tiene unos matices bastantes perversos, a saber, el de la servidumbre voluntaria en una era de la promoción de la autoexplotación. En 1549, Étienne de La Boétie en su obra titulada “Discurso de la servidumbre voluntaria” planteó una pregunta bastante inquietante: ¿por qué los pueblos se someten voluntariamente a la tiranía?
Los seres humanos hemos buscado, desde tiempos inmemoriales, el entretenimiento no sólo como una forma de recreo, sino también como mecanismo de escape de la realidad. Sin embargo, en nuestra actualidad el entretenimiento ha adquirido una dimensión que trasciende la mera distracción, en tanto que se ha convertido en una herramienta clara de control, una anestesia que impide el surgimiento del pensamiento crítico a la vez que refuerza la alienación.
Transitamos jornadas de absurdo y desasosiego, camino del corazón del invierno en un contexto político y social que no se sospechaba. Se advierte, “in crescendo”, el retroceso del raciocinio y de la lógica, más allá de los cuales solo anidan la nada y el vacío. Sin entrar en consideraciones filosóficas, y ciñéndonos al román paladino, se percibe una creciente sensación de absurdo, considerado por Albert Camus como integrante fundamental de nuestra condición humana.
¿Se pueden asociar tecnológicamente el progreso y la libertad donde se romantiza la navegación por internet? ¿Es bueno el cambio de la dirección racional clásica a la masificación tecnológica? Quien lo crea, no entiende los conceptos de progreso y libertad. Libertad no puede haber porque todos los que utilizamos aunque sea una sola red social, ya estamos fichados.
Escuché hace poco una charla del pensador Rafael Argullol sobre la compasión, un valor y virtud altamente necesarios para nuestro tiempo: se nutre de un profundo sentimiento de solidaridad y conexión con el sufrimiento del otro, y es uno de los pilares fundamentales sobre los que se edifica nuestra libertad como seres humanos.
Los valores son esenciales para guiar las acciones y decisiones de las personas. Actúan como brújulas éticas que configuran el comportamiento profesional y aseguran la dignidad, respeto y justicia en el trato hacia los demás. Estos principios y creencias fundamentales no solo son críticos para la práctica profesional, sino también para la cohesión social y la integración cultural dentro de la comunidad.
“Desde mi [j]aula”: De pequeño me encantaba resolver el pasatiempo de encontrar las siete diferencias. Dos imágenes, a priori iguales, mostraban que, si te fijabas un poco, podías percibir detalles de la realidad que singularizaban cada una haciéndola distinta. Ese juego infantil se ha convertido en una especie de máxima que he intentado aplicar cada temporada escolar para lograr que la vida no se vuelva pegajosa y que la rutina no se transforme en monotonía.
Educación y libertad, dos derechos básicos de toda sociedad moderna. Da miedo pensar que un gobierno elegido, en principio, para una legislatura se atreva a remover los cimientos de nuestra libertad. Desechar la enseñanza del español en Cataluña, es derrotar a España desde el interior del Gobierno. ¿Qué juró el Presidente? ¿Qué juraron los ministros? ¿Qué juraron los altos cargos del Estado?
Felicidad y libertad son conceptos muy bonitos y escurridizos sobrevalorados por el común de los mortales que en boca de la demagogia política pueden movilizar a las masas hacia cualquier distopía de corte fascista o totalitario. Hablar de libertad y felicidad vende lo que sea, un proyecto, una idea, una expectativa, una ilusión, un producto, un sistema político.
Vives en libertad si eres capaz de tomar decisiones a pesar de los condicionamientos externos. Si te condiciona el dinero, la salud, la edad o el éxito personal, se resentirá tu capacidad de actuar libremente contra las dificultades.
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