| ||||||||||||||||||||||
El momento nos pone deberes. Tanto es así, que es crucial redoblar los esfuerzos para restaurar nuestro propio hábitat, cuyo capital natural se agota a un ritmo, tan temible como terrible. No podemos continuar degradando lo que nos rodea; y, aún peor, deshumanizándonos por completo.
Partimos de un sí radical, inevitable, grandioso y enigmático; sin él no se conocen presencias. La irrelevancia ampulosa de la nada recalca el significado de semejante afirmación. No sirve eso de ir a pedirle explicaciones a la nada, su silencio no llega a darnos ni una respuesta helada.
La humanidad se halla en una situación de inestabilidad total, no sabe escucharse para oírse, tampoco acierta a discernir para entrar en diálogo, enfrentándose a múltiples crisis, por falta de respeto hacia sus semejantes. Aguzar el oído, en un mundo cambiante como el actual, es esencial para poder atendernos y entendernos.
Cuando nos referimos a tomar buena conciencia de las cosas, no disponemos de un manual explícito sobre cada situación. Cada persona participa con sus múltiples receptores de la realidad, afronta con muchas incógnitas la extensa oferta del mundo en su dinamismo cambiante; por eso es frecuente la perplejidad ante cuanto acontece.
Me uno a esas gentes que perseveran en la búsqueda de la concordia, que no cesan en su empeño y que sueñan cada día en hacer realidad un orbe más habitable, donde resida la paz sustentada en el abrazo sincero, con el auténtico afecto siempre en guardia. Unirse y reunirse en son de quietud es prioritario.
Los eventos mundanos son incesantes, incluyen las presencias humanas desde los albores perdidos en la distancia, hasta la fragorosa actualidad cargada de estrépitos, zonas escabrosas y luces ocasionales. De alguna manera, en cada individuo están convocadas todas esas realidades en el ejercicio de sus influencias concretas.
A pesar de nuestras evoluciones como especie pensante y de los avances tecnológicos, continuamos dependiendo unos de otros, así como de aquello que nos rodea, que es lo que nos da energía para vivir; o sea, aliento y alimento de subsistencia. Por eso, es fundamental que respetemos, protejamos y reparemos la biodiversidad.
Recuperar el sentido natural de los vínculos y propiciar el entendimiento entre corazones diversos, nos afianza el sentido de familia humanitaria. Por ello, es fundamental, que los pueblos se hallen vivos en el compartir. Máxime en una época en la que el hambre extrema crece y los diversos conflictos aumentan.
El vínculo que nos une, no es tanto de sangre, como de respeto y alegría mutua. Desde luego, no hay mejor poética que aceptar las diferencias y tener la capacidad de escucha, con políticas orientadas a la familia para un desarrollo sostenible, haciendo hincapié en el tema de la inclusión social y en lograr un trabajo decente, que nos permita cimentar un equilibrio entre espacios y naturalezas diversas.
Pongámonos en camino, despertémonos a la vida, salgamos de la pasividad y abrámonos a la escucha hasta sentirnos libres, porque realmente necesitamos reencontrarnos en comunión, abrir las rejas en las que nos encerramos en ocasiones, para que cada uno de nosotros, podamos trazar diferentes horizontes de paz y concordia.
Ningún ser humano, por sí mismo, puede vivir. Necesitamos florecer unidos, ayudados entre sí, acogiendo pulsos y recogiendo sentimientos. El enfrentamiento entre análogos es el mayor absurdo humanitario. A diario se destruyen miles de existencias en cualquier parte del mundo, por el afán de dominación entre semejantes, mientras el derecho humanitario ha sido desestimado y dejado de oírse.
Si algo queda claro en la era superpoblada es la soledad inquebrantable con la cual afrontamos las grandes incógnitas de la vida. Solemos dejarlas de lado en las actuaciones diarias, no podemos permanecer aturdidos, paralizados por la indecisión. Con los ojos bien abiertos, no logramos hallar las respuestas definitivas.
El tiempo es implacable con los seres vivos, sentimiento un tanto cruel para la sensibilidad de los humanos. Nos zarandea sin escrúpulos y apenas nos indica someramente los principios y finales; las informaciones que nos deja, apenas son indicios cuyas confirmaciones se pierden en asombrosas lejanías.
Ya inmersos en el ambiente reconcentrado de la Semana Santa, será saludable que la humanidad en su conjunto, haga un alto en el camino para ahondar en su propio diario existencial. Abrirse de corazón y reabrirlo para uno verse, en relación con los demás y consigo mismo, puede ser la mejor terapia para la esperanza.
Hoy la humanidad, desmemoriada, inhumana y deshumanizada, debe cultivar como jamás la visión del alma y someterse a la operación mística del reencuentro. En consecuencia, hemos de hacer un alto en el camino, ya no sólo para adquirir aliento, sino también para tomar conciencia de lo que uno es y representa.
Catalina de Ribera y Mendoza es una figura destacada del estamento nobiliario en la transición entre los siglos XV y XVI. Nace en Sevilla, en lo que hoy conocemos como Calle San Luis, a mitad de 1400 y muere en 1505. Nace en su casa, lo que llamaban en la familia el Palacio Viejo, la casa de sus padres Per Afán II y María de Mendoza; y que heredara Francisco Enríquez de Ribera, primogénito de su marido; y su sobrino e hijastro, tras la muerte de su hermana mayor, Beatriz.
Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.
Estamos inundados de noticias e imágenes aterradoras que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos en nuestros interiores un enorme decaimiento de no poder intervenir. Quizás tengamos que fortalecer el corazón, darnos entre sí para superar la indiferencia y nuestras pretensiones mundanas dominadoras, que lo único que hacen es encerrarnos en nosotros mismos, con espíritu egoísta y soplo impasible.
Tomar el camino correcto no es nada fácil, tras las caídas hace falta soportarse a sí mismo y no vagar por cañadas que nos hunden en nuestras propias miserias humanas. Para ello, hay que aprender a quererse uno mismo, con amor sano y saludable. Todo requiere su quehacer, comenzando por amar el trabajo y no dejar que nazca el enfermizo virus de la ociosidad.
Es impresionante, a lo largo de la vida contactamos con innumerables objetos y participamos en un sinfín de ideaciones e inquietudes. Con el paso del tiempo se difuminan en su mayor parte, se desfiguran, hasta desaparecer de los horizontes; sólo persisten algunos con desigual potencia.
|