Me uno a esas gentes que perseveran en la búsqueda de la concordia, que no cesan en su empeño y que sueñan cada día en hacer realidad un orbe más habitable, donde resida la paz sustentada en el abrazo sincero, con el auténtico afecto siempre en guardia. Unirse y reunirse en son de quietud es prioritario, así como mostrar actitudes de apoyo hacia esas personas comprometidas con un mundo más seguro, llegando a arriesgar cada día su propia existencia. Al fin y al cabo, todo germina en nosotros. Negar la evidencia es estar ciegos y sordos. En el planeta, hay millones de personas sufriendo un daño inmenso provocado por los conflictos. No tiene sentido darnos desaliento en vez de aliento, aislarnos y levantar muros en lugar de crear comunidad y comunicación. A mi juicio, repensarlo es vital.
Ciertamente, todo surge y resurge en nuestro propio interior, que nos pone en movimiento para bien o para mal; de ahí, la necesidad de no contradecirnos a la hora de tomar horizontes sensatos que nos fraternicen. En efecto, ha sido capital globalizarse, sentirse parte de esa pulsación armónica. Ahora lo que tenemos que hacer, es cultivar el espíritu donante, en un contexto de autenticidad y lucidez. Conciliar latidos y reconciliar pulsaciones es básico para regenerarnos, dejando a un lado los intereses económicos y financieros. Sin embargo, el amor, conjugado con el amar es por su naturaleza creativo e indaga en el modo y en la manera de entregarse a la causa, sin otro desvelo y afán, que fraternizarse. Por ello, cultivarlo ha de ser tan real como la vida misma.
Simpatizar entre nosotros nunca ha sido fácil; por ello, el establecimiento del acuerdo es una tarea complicada, al que hay que sumarle en la actualidad, el cúmulo de tensiones ocasionadas en parte por las políticas internacionales. Las pugnas son más complejas y prolongadas, también más crueles, ya que muchos grupos armados tienen acceso a una tecnología moderna potente, a lo que hay que sumarle la información falsa y la desinformación en otras ocasiones, lo que causa asimismo más violencia e inseguridad. Quizás, hoy más que nunca, debamos contribuir a evitar las rivalidades que nos colisionan, impidiéndonos marchar tranquilos, lo que debe hacernos suscitar recursos dialogantes y respaldar los procesos democráticos. Activemos, pues, la calma a la hora de atendernos y entendernos.
Tomar el camino de la mansedumbre es hacerse cargo más que de uno mismo, de los otros, de los que transitan a nuestro lado deshechos y que requieren de nuestra ayuda para rehacerse. El poder mundano nada resuelve, genera más bien batallas absurdas de destrucción y muerte, lo que nos convoca a promover los derechos humanos, dotando a las instituciones públicas de representantes ecuánimes, convencidos de que el sosiego empieza conmigo. La cuestión radica en no desfallecer, en aprender a reprendernos, antes de que se propague en nuestro obrar un fatídico compromiso hereditario de revancha. Por desgracia, la furia se vuelve a poner de moda y se reviste incluso de la coraza de la firmeza. Por tanto, no popularicemos como normal lo que es anormal: La barbarie.
Es verdad que el ser humano está hecho para combatir al humano ser, y aunque la hostilidad pueda parecernos inevitable, es una exigencia natural destronar de nuestro entorno la carrera de armamentos. Tras la devastación de dos guerras mundiales, se apostó por la creación de las Naciones Unidas, genial. En este preciso momento, es además necesario instaurar la universalidad de un deber ciudadano, que no es otro que desmembrarnos de las armas para asociarnos entre sí a las níveas almas, desposeídos del dominio, bajo la jurisdicción vinculante del verso y la palabra, síntesis de la benigna convivencia. No olvidemos, que la alianza es posible, si se labora. Desde luego, es nuestra gran obligación. Una revelación que nos impulsa a ser poetas de corazón.
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