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Nieves Acosta Picado
Nieves Acosta Picado
Debemos confiar en que cada persona tiene su propia brújula, que está aprendiendo a leer su mapa, y que a veces, lo único que necesita es un poco de seguridad para seguir caminando

En nuestras relaciones más cercanas, especialmente las familiares, a menudo confundimos el cuidado cotidiano con la precaución excesiva. Existe una línea muy fina entre proteger a alguien que amamos y el hacerle daño, porque sin darnos cuenta, podemos sembrar el miedo en su corazón.

Morimos cuando nos rendimos. Cuando dejamos de crecer, de crear, de aprender, de amar

La vejez es, muchas veces, la gran mal llevada. No por las arrugas ni por el bastón, sino por la manera en que nos acercamos a ella: con temor, con rechazo, con resignación. Como si fuera un castigo por haber vivido. Y sin embargo, envejecer no es la muerte… o no debería serlo. Porque la verdadera muerte del ser humano no ocurre el día de su entierro, sino el día en que deja de vivir estando vivo. Y de eso, sí que hay epidemia.

Muchas veces pensamos que las enfermedades vienen solo por genética, por alimentación o por mala suerte. Pero la vida nos va mostrando que también enferma lo que no se nombra

Hay dolores que no se ven, pero que se sienten hasta los huesos. Dolor que no se expresa, que no se llora, que no se dice en voz alta porque “hay que seguir adelante”, porque “no es tan grave”, porque “otros están peor”. Ese dolor —el que se traga y no se digiere— no desaparece: se instala en el cuerpo, en lo profundo, y un día, cuando menos lo esperas, empieza a hablar por su cuenta.

El suicidio ya es la segunda causa de muerte en menores. ¿Lo vamos a seguir ignorando?

Vivimos en un mundo hiperconectado, donde los jóvenes comparten su día a día en redes sociales, suben fotos, bailes, pensamientos y memes. Desde fuera, podría parecer que lo tienen todo. Sin embargo, detrás de muchas sonrisas digitales se esconden silencios profundos, angustias que no se ven y gritos que nadie escucha. Hoy, el suicidio es la segunda causa de muerte en menores de edad en muchos países del mundo. Una cifra que no debería dejarnos dormir tranquilos.

Hablamos constantemente sobre la importancia de saber expresarnos, de convencer, de impactar con nuestras palabras. Nos enseñan a seducir con el discurso, a dominar el arte de hablar en público, a argumentar con lógica y claridad. Pero casi nunca se nos habla de algo igual —o quizás aún más— importante: saber escuchar.

Vivimos corriendo detrás de metas, atrapados en rutinas exigentes, midiendo el tiempo en productividad y los días en logros. Nos han enseñado a acumular: títulos, objetos, seguidores, validaciones. A buscar reconocimiento, éxito, estabilidad. A pensar que la vida vale por lo que conseguimos, no por lo que sentimos.

En tiempos donde el amor parece medirse por gestos visibles, declaraciones públicas o promesas rimbombantes, es fácil olvidar lo esencial: ese lazo invisible y profundo que une a dos personas más allá del deseo, del hábito o del enamoramiento inicial. Porque sí, el amor comienza con una chispa… pero se sostiene con una conexión real. Una que no se impone ni se fuerza, sino que se elige cada día.

A veces, sin que haya pasado nada concreto, la tristeza se instala dentro de nosotros. No es una tristeza que se necesite llorar, ni tiene razones claras. Es más bien una sensación de estar rotos por dentro, como si algo muy hondo hubiera hecho grietas sin avisar.

A veces me detengo a pensar en los distintos papeles que interpreto en la historia de cada persona que me ha conocido. En unos relatos aparezco como un error, una herida o una decepción. En otros, soy un regalo, una luz o un refugio inesperado. Y, sin embargo, ninguna de esas versiones me define del todo.

Vivimos tiempos de incertidumbre. A veces, a nivel personal: pérdidas, rupturas, enfermedades. Otras veces, como hemos vivido recientemente, la sacudida es colectiva: crisis sanitarias, sociales, económicas. Son momentos en los que la vida, imprevistamente, nos saca de nuestra zona de confort. Y con ello, nos lanza a una pregunta fundamental: ¿quién soy cuando ya no puedo controlar lo que me rodea?

En una época en la que todo parece estar conectado por la tecnología, paradójicamente cada vez más personas se sienten profundamente solas. Para Rafael Narbona, escritor, profesor de filosofía y pensador humanista, esta es la gran contradicción de nuestro tiempo.

Pasamos la vida creyendo que nuestros padres eran eternos. Fueron gigantes. Incansables. Sabían todas las respuestas, solucionaban todo. Nos dieron cariño, consejos y nos pusieron límites y, muchas veces, hasta la ilusión de que el mundo estaba bajo control mientras ellos estuvieran cerca. Pero un día —no sabemos bien cuál— algo cambia.

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