Vivimos tiempos de incertidumbre. A veces, a nivel personal: pérdidas, rupturas, enfermedades. Otras veces, como hemos vivido recientemente, la sacudida es colectiva: crisis sanitarias, sociales, económicas. Son momentos en los que la vida, imprevistamente, nos saca de nuestra zona de confort. Y con ello, nos lanza a una pregunta fundamental: ¿quién soy cuando ya no puedo controlar lo que me rodea?

La cultura moderna nos ha acostumbrado a buscar seguridad, comodidad y respuestas en la superficie: la lógica, el pensamiento racional, las noticias, las rutinas. Pero cuando todo eso se tambalea, muchas personas descubren que no hay una base firme en la que apoyarse. Se sienten como una casa construida sobre arena. Entonces, surge el miedo. Pero el miedo no nace de la realidad en sí, sino de no conocernos a nosotros mismos en profundidad.
Más allá del pensamiento: despertar a la presencia
Pero pensar no basta. En medio de la tormenta emocional, el pensamiento puede convertirse en un obstáculo más que en una ayuda. La mente conceptual no resuelve el sufrimiento existencial. Por eso, cuando todo se desmorona afuera, la verdadera solución comienza adentro: no pensando más, sino despertando a una dimensión más profunda de la conciencia.
Este despertar no consiste en añadir una nueva historia personal, ni en crear otra identidad desde el ego, sino en reconocer la presencia que somos. Esa presencia silenciosa, inmutable, que puede observar el miedo sin ser consumida por él. Que puede atravesar el dolor sin identificarse totalmente con él. Es un estado de atención pura, sin necesidad de actividad mental, donde uno se experimenta no como una narrativa, sino como conciencia viva.
La función oculta de la adversidad
Lejos de ser un accidente sin sentido, la adversidad tiene —desde esta perspectiva espiritual— una función reveladora. Nos obliga a mirar más hondo. A dejar de vivir en la superficie de las cosas. A romper con las ilusiones que el ego construyó sobre lo que somos y lo que creemos necesitar para estar bien.
Este proceso puede ser doloroso, pero también profundamente transformador. Hay una frase que me gusta: "Cuando el ego llora por lo que ha perdido, el espíritu se regocija por lo que ha encontrado." La adversidad, entonces, puede convertirse en una puerta de acceso a nuestra verdadera identidad. No una identidad basada en el rol, en la imagen, en el tener, sino en el ser. Es una invitación a descubrir esa roca interna, inquebrantable, que no depende de circunstancias externas para sostenernos.
Una llamada a la humanidad: no desperdicies esta oportunidad
Hoy, millones de personas viven con ansiedad. Esta ansiedad colectiva también es una llamada al despertar. El dolor compartido, la fragilidad de nuestros sistemas, la rapidez con que lo establecido puede derrumbarse… todo esto nos grita: despierta. Mira dentro. Encuentra una base más profunda. Este es un tiempo precioso. No para añadir más ruido, más distracción, más miedo, sino para volver a lo esencial. Para prestar más atención a nuestra conciencia que a los noticieros. Para dejar de vivir sólo desde la mente y empezar a vivir desde el ser.
El despertar empieza cuando ya no puedes evitarlo
Muchos comienzan este camino no por elección voluntaria, sino porque ya no pueden más. El sufrimiento los empuja a buscar otra forma de estar en el mundo. La incomodidad, paradójicamente, es el punto de partida del despertar. Porque los seres humanos no se transforman en la comodidad, sino cuando son sacudidos de ella.
Este es un momento de grandes oportunidades. No te pierdas en la mente. No te pierdas en el miedo. No huyas hacia el ruido exterior. Enraízate en tu ser, en esa presencia que siempre estuvo allí, más allá del personaje, más allá del relato, más allá incluso de tus pensamientos.
Porque, cuando descubres quién eres realmente, te das cuenta de que no hay nada que temer. La vida, incluso en medio de la tormenta, sigue teniendo sentido.
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