La vejez es, muchas veces, la gran mal llevada. No por las arrugas ni por el bastón, sino por la manera en que nos acercamos a ella: con temor, con rechazo, con resignación. Como si fuera un castigo por haber vivido. Y sin embargo, envejecer no es la muerte… o no debería serlo. Porque la verdadera muerte del ser humano no ocurre el día de su entierro, sino el día en que deja de vivir estando vivo. Y de eso, sí que hay epidemia.
Personas que fueron enterradas a los 90 años, pero que murieron a los 15, o a los 30, o a los 40. No porque una enfermedad los sorprendiera, sino porque la vida se les escurrió entre las manos sin que supieran qué hacer con ella. Murieron cuando dejaron de sentir entusiasmo, cuando perdieron la capacidad de asombro, cuando eligieron sobrevivir en lugar de vivir.
Morimos cuando nos rendimos. Cuando dejamos de crecer, de crear, de aprender, de amar. Cuando elegimos la queja como refugio y el miedo como brújula. Cuando vamos apagando poco a poco el fuego que alguna vez nos habitó. Y entonces, el cuerpo sigue, pero el alma ya se ha ido.
La vejez no tiene que ver con los años. Tiene que ver con el alma. Hay jóvenes con espíritu anciano, que lo han visto todo, que lo han sufrido todo, y que ya no esperan nada. Y hay ancianos con mirada de niño, capaces de reír con ganas, de enamorarse otra vez, de empezar de nuevo.
Por eso, no se trata de cuántos años vivimos, sino de cuánto de vida hay en nuestros años. La vida no se mide en tiempo, sino en intensidad, en presencia, en conexión.
A veces la mayor tragedia no es morir, sino dejar de vivir antes de tiempo. Porque uno puede estar respirando, caminando, trabajando… y sin embargo estar muerto por dentro.
¿Y cómo se gestiona entonces la vida? Con coraje. Con gratitud. Con la voluntad de mirar hacia adentro y preguntarse: ¿Estoy viviendo o simplemente existiendo? ¿Estoy eligiendo lo que quiero o estoy repitiendo lo que otros decidieron por mí?
La vida bien gestionada no es perfecta, ni siempre feliz. Pero es una vida vivida con conciencia. Con intención. Con deseo de crecer hasta el último suspiro.
Quizás de eso se trata: de no dejarnos morir en vida. De no llegar a viejos como sombras de lo que fuimos. De envejecer con dignidad, sí, pero también con pasión. Porque la vejez no debería ser la muerte de nadie. Debería ser una coronación: el tiempo en el que uno, por fin, se vuelve dueño de sí mismo.
|