A veces, sin que haya pasado nada concreto, la tristeza se instala dentro de nosotros. No es una tristeza que se necesite llorar, ni tiene razones claras. Es más bien una sensación de estar rotos por dentro, como si algo muy hondo hubiera hecho grietas sin avisar.

En esos momentos, el mundo sigue girando, la gente sonríe, los niños juegan, las rutinas empujan. Pero tú… tú estás ahí, como dentro de una tormenta, atrapado en tus propios pensamientos. Y lo peor, es que esos pensamientos parecen tener vida propia: se repiten, se deforman, te atrapan. Es como si el cerebro entrara en bucle y no supiera salir.
He aprendido, que no se puede esperar a que esta sensación pase sola.
Hay que moverse. A veces, algo tan simple como salir a caminar cambia tu química, tu energía, tu manera de ver. El cuerpo tiene una sabiduría que a veces se nos olvida: caminar, respirar, mirar lejos, como si al mirar más allá el alma también se despejara un poco.
También es bueno hablar. Pero no hablar de lo que nos preocupa, sino hablar de cualquier otra cosa. De una película, de una anécdota tonta incluso de una simple receta. Cualquier pensamiento que entra, si es sano y liviano, ayuda a desplazar ese otro que pesa. Y en ese movimiento suave, casi sin darte cuenta, el dolor pierde un poco de fuerza.
Pero ¿Y si el problema es grave? Entonces no hay escapatoria: hay que mirarlo de frente. Sin adornos. Con crudeza y con verdad. Y claro que da miedo. Mucho miedo. Porque no es fácil enfrentarte a ti mismo. Porque sabes que puedes ser víctima, pero también has sido culpable. Todos lo hemos sido. Todos hemos decepcionado, herido, fallado. Todos hemos sido los malos en la historia de alguien.
Y eso también hay que aceptarlo. Y perdonarse. Porque seguir adelante no es ignorar el dolor, sino atravesarlo. Aceptar que la vida a veces no es justa, que el mundo no te debe nada, que la suerte no siempre está repartida como quisiéramos. Y que, a pesar de todo, sigues aquí. Con tus heridas, con tus miedos, con tus imperfecciones. Pero también con tu luz.
Hay que aprender a tener más compasión con uno mismo y a decirnos: “Estás haciendo lo que puedes. Y eso ya es mucho”. Y cuando lo hacemos, algo en nosotros se suelta, se relaja. Es como si, por fin, pudiéramos abrazarnos desde dentro.
Sé que no tengo todas las respuestas. Pero sí tengo claro que no somos lo que nos pasa, sino lo que hacemos con eso que nos pasa. Que el pensamiento tiene un poder enorme, y que en lo que piensas... te conviertes.
Pienso que ocurra lo que ocurra siempre hay que seguir. Confiar. Dejar que el tiempo, el movimiento y el amor —el que me tengo y el que me dan— hagan su trabajo. Porque todo pasa. Todo cambia. Y en el fondo, siempre hay una historia nueva que puede empezar a escribirse.
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