Hay dolores que no se ven, pero que se sienten hasta los huesos. Dolor que no se expresa, que no se llora, que no se dice en voz alta porque “hay que seguir adelante”, porque “no es tan grave”, porque “otros están peor”. Ese dolor —el que se traga y no se digiere— no desaparece: se instala en el cuerpo, en lo profundo, y un día, cuando menos lo esperas, empieza a hablar por su cuenta.
Muchas veces pensamos que las enfermedades vienen solo por genética, por alimentación o por mala suerte. Pero cada vez más, la vida nos va mostrando que también enferma lo que no se nombra. Que las penas que no se lloran, los duelos que no se hacen, las emociones que se guardan en silencio, van acumulando una tensión invisible. Y que esa tensión, si se sostiene por demasiado tiempo, termina pidiendo salida. A veces lo hace con ansiedad, con fatiga, con insomnio. Y otras veces, tristemente, con algo más serio: con una enfermedad que no solo afecta al cuerpo, sino que parece ser un grito del alma.
El cáncer, por ejemplo, no es solo una cuestión biológica. En muchas personas parece estar profundamente relacionado con historias no contadas. Con mujeres que dieron todo por los demás y se olvidaron de sí mismas. Con hombres que nunca se permitieron llorar por miedo a no ser fuertes. Con personas nobles que vivieron aguantando lo inaguantable, por amor, por deber, por miedo, por costumbre. Y de tanto guardar, algo dentro se rompió.
No se trata de culparnos por enfermarnos, ni de buscar explicaciones mágicas. Se trata de mirar con ternura la conexión profunda entre lo que sentimos y lo que vivimos. Se trata de entender que el cuerpo no es solo un conjunto de órganos, sino también el hogar del alma. Y que si el alma sufre en silencio por mucho tiempo, el cuerpo termina hablando por ella.
El cuerpo es sabio. Y cuando no te permites llorar, él busca otra forma de liberar lo que duele. Cuando no puedes gritar lo que te rompe por dentro, él grita por ti. No para castigarte, sino para despertarte. Para invitarte a volver a ti. A cuidar lo que has olvidado. A sanar lo que no te atreviste a mirar.
Por eso, si has pasado por mucho, si sientes que has soportado más de lo que podías, si has sido fuerte cuando lo que necesitabas era derrumbarte, detente un momento. Escucha lo que tu cuerpo quiere decirte. Escucha lo que tu alma viene susurrando desde hace años. No es tarde. Nunca es tarde para soltar el peso, para llorar lo que dolió, para hablar lo que te callaste, para abrazarte como nunca lo hiciste.
Cuida tu salud emocional. Habla. Llora. Perdona. Pide ayuda. Date permiso. Tu paz también es medicina. Y tu alma, aunque haya callado mucho tiempo, siempre está dispuesta a sanar si le das la oportunidad.
A veces no se trata de luchar contra la enfermedad, sino de reconciliarte con lo que te dolió. De volver a ti. De recuperar tu voz. Porque cuando el alma habla, el cuerpo ya no necesita gritar.
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