Vivimos corriendo detrás de metas, atrapados en rutinas exigentes, midiendo el tiempo en productividad y los días en logros. Nos han enseñado a acumular: títulos, objetos, seguidores, validaciones. A buscar reconocimiento, éxito, estabilidad. A pensar que la vida vale por lo que conseguimos, no por lo que sentimos.
Pero con los años —y a veces con el dolor— uno empieza a comprender que lo verdaderamente importante no es lo que posees, sino lo que te atraviesa. Lo que te transforma. Lo que te permite ser tú, sin filtros ni disfraces.
Porque al final, lo único que de verdad te llevarás… no serán tus logros, ni tus cuentas, ni lo que opinaron de ti.
Te llevarás las escapadas que rompieron la rutina, los líos que te enseñaron a reírte de ti mismo, los bailes que bailaste aunque no supieras, las locuras que decidiste no evitar, las pieles que rozaste con amor, los labios que besaste con ganas, las sonrisas que dejaste sin pedir nada, los atardeceres que te detuviste a mirar, y los sueños que perseguiste, incluso cuando dolía.
Te llevarás también los silencios que respetaste, las veces que elegiste tu paz por encima de complacer, las lágrimas que te permitiste soltar sin miedo, y las veces que te abrazaste fuerte cuando nadie más lo hizo.
Todo lo demás… pasará. Las críticas, los juicios, las etiquetas. Eso que un día parecía tan importante, se desvanecerá como el humo.
Lo único que quedará será la forma en que viviste: si fuiste fiel a lo que sentías, si tuviste el coraje de ser tú, si elegiste con el corazón, aunque el mundo esperara otra cosa de ti.
Porque ser uno mismo —de verdad— es el acto más valiente y más necesario.
En un mundo que empuja a encajar, destacarse siendo auténtico es un gesto de amor propio. Y en una sociedad que te pide aparentar, ser tú sin miedo es una forma de libertad.
Tal vez eso sea lo más importante: vivir sin dejar de ser. Y que, cuando llegue el final, puedas mirar atrás y decir: “Fui yo. Me elegí. Y viví como sentí”.
|