En nuestras relaciones más cercanas, especialmente las familiares, a menudo confundimos el cuidado cotidiano con la precaución excesiva. Existe una línea muy fina entre proteger a alguien que amamos y el hacerle daño, porque sin darnos cuenta, podemos sembrar el miedo en su corazón.
Muchas veces, desde el amor más profundo, utilizamos frases como “ten cuidado”, “no hagas eso”, “me da miedo que…” creyendo que estamos cuidando. Sin embargo, estas palabras, repetidas constantemente, pueden crear una atmósfera de inseguridad y de duda.
Cuando alguien confía en nosotros y comparte sus experiencias, tenemos dos caminos posibles. Podemos responder con un mensaje que le tire hacia abajo: enfocándonos en los peligros, generando dudas, encendiendo alarmas que no provienen de la experiencia en sí, sino de los miedos que arrastramos nosotros. O podemos elegir empujar hacia arriba: celebrar lo que nos cuentan, apoyar y mirar con respeto la valentía de quien se atreve con lo que nosotros no nos atrevimos , y sobre todo confiar en que cada uno sabe a dónde va.
A veces, lo más difícil es no intervenir desde la preocupación. Pero el verdadero acto de amor no siempre consiste en advertir, sino en acompañar sin juicio.
No se trata de no vivir solo nuestra realidad sino de ampliarla.
Cuando alguien nos comparte algo suyo, no necesita una advertencia. Necesita un abrazo. Una presencia que no lo haga dudar de lo que sintió, solo necesita calma.
Practicar el refuerzo positivo auténtico comienza con algo muy simple: escuchar sin miedo. No proyectar nuestras inseguridades sobre las vivencias del otro. Dar valor a lo que esa persona siente, sin corregirla, ni minimizarla. Preguntar desde una curiosidad cariñosa y no desde el temor: “¿Qué significó esto que me cuentas para ti?” en lugar de “¿Y no será peligroso?”.
Debemos confiar en que cada persona tiene su propia brújula, que está aprendiendo a leer su mapa, y que a veces, lo único que necesita es un poco de seguridad para seguir caminando.
Transformar el patrón del miedo no significa ignorar los riesgos de la vida. Significa elegir desde dónde nos relacionamos: desde la protección que paraliza o desde el apoyo que fortalece.
Hay una diferencia enorme entre decir “Ten cuidado, no vaya a ser que te pase algo” o decir “Confío en ti, y aquí estoy si me necesitas”. En el primer caso, ponemos un freno. En el segundo, ofrecemos un ancla.
Cuando una persona se siente verdaderamente validada, cuando sabe que no será juzgada ni ridiculizada por lo que elige vivir, internamente aparece una seguridad auténtica. Esa seguridad no nace del control, sino del amor y la confianza en el otro. Y desde esa base, se puede crecer con raíces profundas y ramas libres.
El arte de empujar hacia arriba es, en el fondo, un acto de fe. No una fe ciega en las decisiones del otro, sino una fe en su capacidad de vivir, de sentir y de aprender. Es comprender que acompañar no es dirigir, sino sostener sin imponer.
A veces, lo que necesitamos simplemente es que alguien nos diga: “Qué bueno lo que estás viviendo”, en lugar de: “Ten cuidado, no te vayas a perder en eso”.
Porque tenemos dentro la fuerza para ir aprendiendo, y el alma no se pierde cuando mira hacia adentro. Se pierde cuando se le impide volar.
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