En una época en la que todo parece estar conectado por la tecnología, paradójicamente cada vez más personas se sienten profundamente solas. Para Rafael Narbona, escritor, profesor de filosofía y pensador humanista, esta es la gran contradicción de nuestro tiempo. En una entrevista reciente con CuerpoMente, Narbona lanza una afirmación que resume su diagnóstico con claridad contundente: “La soledad es el mayor fracaso de nuestro tiempo”.
Con una trayectoria dedicada a la reflexión sobre el sentido de la vida, el sufrimiento humano y la búsqueda de la verdad, Narbona ha encontrado en la filosofía no solo un ejercicio intelectual, sino una herramienta de supervivencia emocional. Desde esa mirada comprometida con lo humano, alerta sobre el impacto devastador del aislamiento social en la salud mental y espiritual de las personas.
Una epidemia silenciosa
“La soledad es la experiencia más terrorífica que se puede concebir”, asegura Narbona. No se refiere únicamente a la soledad circunstancial o voluntaria, sino a esa sensación persistente de desconexión, de no importar a nadie. Una soledad estructural que afecta, sobre todo, a los mayores, pero también a los jóvenes, víctimas muchas veces de un sistema que privilegia la productividad por encima del cuidado.
Para el filósofo, esta situación no es casual. Las ciudades, tal como están organizadas, fomentan la dispersión, el anonimato, la indiferencia. “Deberíamos vivir en comunidades pequeñas, más humanas, donde se pueda ir andando a todas partes, donde exista trato y cercanía”, sostiene. Propone repensar el modelo urbano y social desde una óptica más relacional, en la que la convivencia recupere su centralidad.
El amor como tejido social
Frente a la soledad, Narbona plantea una solución tan sencilla como radical: amar. Pero no solo en el sentido romántico, sino como una disposición ética y afectiva hacia los demás. “El amor tiene que ser como una onda expansiva”, dice. Es decir, debe comenzar por uno mismo y extenderse hacia los amigos, los vecinos, los compañeros de trabajo, incluso hacia quienes no conocemos. Amar como forma de resistencia frente al individualismo y el cinismo que imperan.
En este punto, Narbona recupera una idea esencial del cristianismo y de muchas tradiciones filosóficas: el ser humano necesita vínculos para florecer. Sin ellos, la vida se marchita. Y no hay vínculo más fecundo que el amor entendido como cuidado, atención y entrega mutua.
La filosofía: un mapa para no perderse
Narbona no se limita a un diagnóstico crítico. También ofrece caminos. Y uno de ellos, profundamente ligado a su vocación, es la filosofía. Lejos de verla como un ejercicio abstracto o académico, la reivindica como una guía práctica para vivir mejor. “La filosofía puede enseñarnos a amar si leemos a los autores adecuados”, afirma.
Entre esos autores menciona a Victor Frankl, Carl Rogers, Platón, San Agustín, Voltaire, Spinoza, Martin Buber, Hannah Arendt y María Zambrano. Todos ellos, a su modo, han reflexionado sobre la condición humana, el dolor, la dignidad, la libertad, el otro. En cambio, se muestra crítico con pensadores como Schopenhauer o Nietzsche, a quienes considera nihilistas o misántropos, más inclinados a despreciar al ser humano que a comprenderlo.
Su filosofía está cargada de esperanza, pero no es ingenua. Reconoce el sufrimiento, la enfermedad, la injusticia, pero cree que aún en medio de todo eso podemos elegir una respuesta amorosa, compasiva, comprometida. Esa elección es, para Narbona, el núcleo ético de toda existencia verdaderamente humana.
Una invitación a reconectar
Las palabras de Rafael Narbona no solo son una crítica, sino también una invitación. Nos convoca a salir de la burbuja del ego, a mirar a nuestro alrededor, a reconstruir los vínculos debilitados. En tiempos de hiperconexión digital, propone algo mucho más exigente y profundo: la conexión humana real, cara a cara, corazón a corazón.
Tal vez, como él sugiere, no haya mayor acto filosófico hoy que escuchar, abrazar, estar presentes. Contra la soledad que empobrece el alma, su propuesta no es otra que recuperar lo más antiguo y esencial de lo humano: el amor.
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