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¿Fue Juan Carlos I, el modelo de gobernante que el dictador deseó para la España postfranquista?

Nobleza obliga

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Circulan con peculiar fuerza estas últimas semanas determinados rumores que afectan a nuestro rey emérito, cuya veracidad lamentablemente nadie con conocimiento de causa ha salido a la palestra, bien para rebatir o de lo contrario para corroborar. Sería genial que se dejaran las cosas claras, para bien o para mal, desde un principio, con el único fin si cabe de terminar de una vez con todas las especulaciones salvo las inevitables, es decir, aquellas que se propagan cuando lo que las ha generado todavía no es noticia siquiera y, por tanto, no se pueden refutar. Elucubraciones como esa no hacen más que poner en entredicho el buen nombre de nuestro monarca y la de aquellos siete grandes ponentes del texto constitucional, a los que se conoce todavía hoy como padres de la Carta Magna.

Tuvimos un rey que gobernó este país durante casi cuarenta años, prácticamente los mismos que hizo lo propio el Caudillo tras agenciarse para sí y por la fuerza la Jefatura del Estado, después de una encarnizada lucha fratricida que dejó España hecha unos zorros y muerta de hambre. Un monarca del que sentirse orgulloso ante cualquiera que pusiese en duda su legitimidad para ocupar el trono. Por eso, porque siento en mi fuero interno que tengo todo el derecho de seguir respetando una figura que ya es historia de nuestro país y del mundo entero, deseo que cuanto antes se dispersen las dudas que hoy gravitan sobre su egregia persona.

No es menos cierto, sin embargo, que algunos de sus últimos trances, protagonizados todos ellos antes de abdicar en su hijo Felipe por un Juan Carlos I irreconocible para muchos de nosotros, no dejan muy bien parado al monarca. Cualquier otro, con idénticos antecedentes quiero decir pero sin tantos mimbres, habría sido arrojado ya de cabeza al caldero de Satán. Puesto que si es verdad eso de que cuánto más alta es la cuna más grave es la ofensa, en lo que concierne al anterior monarca no está, su pasado más próximo, como para sentirse demasiado orgulloso de él: su relación adúltera con la princesa Corina o el elefante abatido por su majestad durante una cacería en el continente africano, son sólo algunos ejemplos.

Nobleza obliga

¿Fue Juan Carlos I, el modelo de gobernante que el dictador deseó para la España postfranquista?
Francisco J. Caparrós
martes, 28 de febrero de 2017, 00:00 h (CET)
Circulan con peculiar fuerza estas últimas semanas determinados rumores que afectan a nuestro rey emérito, cuya veracidad lamentablemente nadie con conocimiento de causa ha salido a la palestra, bien para rebatir o de lo contrario para corroborar. Sería genial que se dejaran las cosas claras, para bien o para mal, desde un principio, con el único fin si cabe de terminar de una vez con todas las especulaciones salvo las inevitables, es decir, aquellas que se propagan cuando lo que las ha generado todavía no es noticia siquiera y, por tanto, no se pueden refutar. Elucubraciones como esa no hacen más que poner en entredicho el buen nombre de nuestro monarca y la de aquellos siete grandes ponentes del texto constitucional, a los que se conoce todavía hoy como padres de la Carta Magna.

Tuvimos un rey que gobernó este país durante casi cuarenta años, prácticamente los mismos que hizo lo propio el Caudillo tras agenciarse para sí y por la fuerza la Jefatura del Estado, después de una encarnizada lucha fratricida que dejó España hecha unos zorros y muerta de hambre. Un monarca del que sentirse orgulloso ante cualquiera que pusiese en duda su legitimidad para ocupar el trono. Por eso, porque siento en mi fuero interno que tengo todo el derecho de seguir respetando una figura que ya es historia de nuestro país y del mundo entero, deseo que cuanto antes se dispersen las dudas que hoy gravitan sobre su egregia persona.

No es menos cierto, sin embargo, que algunos de sus últimos trances, protagonizados todos ellos antes de abdicar en su hijo Felipe por un Juan Carlos I irreconocible para muchos de nosotros, no dejan muy bien parado al monarca. Cualquier otro, con idénticos antecedentes quiero decir pero sin tantos mimbres, habría sido arrojado ya de cabeza al caldero de Satán. Puesto que si es verdad eso de que cuánto más alta es la cuna más grave es la ofensa, en lo que concierne al anterior monarca no está, su pasado más próximo, como para sentirse demasiado orgulloso de él: su relación adúltera con la princesa Corina o el elefante abatido por su majestad durante una cacería en el continente africano, son sólo algunos ejemplos.

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