En un tiempo donde lo que se aparenta muchas veces vale más que lo que se es, hay quienes han hecho del estatus su escudo, del apellido su bandera y del dinero un pedestal desde el que miran al resto, como si el mundo fuese un teatro de castas en el que ellos, por supuesto, ocupan siempre el primer plano. Es el culto a la vanidad, esa enfermedad silenciosa del alma que disfraza la humildad de altivez, y que transforma a algunos en actores permanentes de una obra donde lo importante no es ser, sino parecer.
No es extraño ver cómo ciertas personas, una vez alcanzado cierto nivel de confort económico, sienten la necesidad de diferenciarse del resto, no por sus valores ni por su forma de actuar, sino por el artificio. Recuperan con orgullo un apellido doble, desempolvado de un linaje de atrás, que quizá ni ellos mismos comprenden. Reordenan los nombres, invierten el orden tradicional del registro civil y se colocan el “de” como si fuesen parte de una novela decimonónica. Suena, sin duda, más aristocrático que el simple fulano Pérez o Fernández, como si el abolengo se pudiese injertar, como si el barniz del nombre bastase para elevarlos por encima del común de los mortales.
Este fenómeno, lejos de ser anecdótico, revela una verdad incómoda, la necesidad de sobresalir, de creerse parte de una élite distinta, incluso cuando las raíces son exactamente las mismas que las de cualquier otro. Porque nadie elige dónde nace, ni el apellido que le dan sus padres, ni las condiciones iniciales de su vida. Lo que uno hace con lo que recibe, eso sí es merito o demérito propio. Pero hay quienes olvidan esto rápidamente y construyen un personaje en torno a sí, como si tener más fuese sinónimo de valer más.
Lo que resulta más preocupante no es el gesto en sí, al fin y al cabo, cada cual puede llamarse como quiera y vivir como desee, sino la actitud que lo acompaña. Esa altanería disfrazada de distinción, esa mirada por encima del hombro, esa forma de tratar a los demás como si fuesen piezas secundarias en una historia que solo ellos protagonizan. No se trata de criminalizar la riqueza ni el éxito, ni mucho menos de atacar al que ha trabajado duro para llegar donde está. Al contrario, quien ha luchado por su bienestar merece disfrutarlo. Pero eso no da derecho a la soberbia, ni justifica la humillación hacia quien no ha tenido las mismas oportunidades.
El verdadero valor de una persona no está en su apellido, ni en la marca de su coche, ni el metro cuadrado de su casa. Está en cómo trata a los demás, en cómo comparte lo que tiene, en cómo se comporta cuando nadie lo observa. Hay muchas maneras de demostrar grandeza, y no todas se compran. La caridad, la empatía, el compromiso social, esas sí son formas reales de distinción. No necesita uno ser millonario para tender la mano, pero quien lo es, tiene incluso más responsabilidad de hacerlo.
Porque en un mundo tan desigual, donde millones luchan cada día por sobrevivir, la ostentación resulta a veces una falta de respeto. Y lo es aún más cuando viene acompañada de desprecio, cuando la riqueza se utiliza como arma de diferenciación, como muro invisible entre “los de arriba” y “los de abajo”.
Quizá es hora de recordar que el tiempo iguala a todos. Que ni el oro ni los apellidos van al otro mundo. Que la historia no la escriben solo los que tienen, sino también los que resisten, los que luchan, los que ayudan. Que hay nobleza en quien actúa con honor, no en quien presume de linaje.
Al final, el único estatus que importa es el que uno se gana con sus actos, no con su fachada. Y la verdadera distinción no está en creerse superior, sino en saber que todos, absolutamente todos, estamos hechos del mismo barro. Algunos solo han aprendido a maquillarlo mejor.
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