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Un gran poder conlleva la enorme responsabilidad de saber gestionarlo

Cuando el cuerpo nos pide marcha

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Con una gripe de dimensiones estratosféricas incubándose en mi organismo, no resulta nada sencillo escoger con cierto criterio el tema sobre el qué escribir en el artículo de esta semana. El cuerpo me pide Trump, ciertamente, pero las excentricidades del multimillonario de ascendencia germana resultan un tema en exceso trillado sobre el cual no me siento capaz de innovar. ¿Qué más podría añadir yo sobre aquél, que no se haya tratado ya sobradamente en los tabloides de todo el mundo? ¿Que la relación con su querida esposa eslovena de metro ochenta, a la que supera en edad en algo más de veinticinco años, no es todo lo idílica que la presidenta consorte desearía? Me temo que los periodistas especializados en las noticias de talante rosa ya habrán contrastado suficientemente sus notas, concluyendo que aquí lo que menos importa es la felicidad de Melania, y lo que más, entre otras confidencias verdaderamente calientes, que la construcción del muro que próximamente podría separar la República Mexicana y los Estados Unidos de Norteamérica tiene todos los visos de convertirse en realidad en unos pocos meses.

Sus estimados compatriotas tienen que estar totalmente encantados. La diligencia exhibida por el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de Norteamérica es francamente proverbial. En apenas una semana, se ha cargado de un plumazo la mayoría de los logros alcanzados por su antecesor, y que costaron tanto esfuerzo conseguir dicho sea de paso. Eso es lo que prometió, después de todo, y eso es lo que ha decidido llevar a cabo por ahora. No todos los políticos, pese a quien le pese, cumplen a rajatabla y con premura sus promesas. Eso sí, ya veremos cuánto tiempo les dura la alegría de saberse satisfechos cuando comiencen también a ser conscientes de que al haber hecho poderoso a un insensato no han provocado sino su propia ruina. Entonces, probablemente sea también demasiado tarde para echarse atrás. Tan sólo les quedará rezar y encomendarse a Dios para que el máximo mandatario del país más poderoso de la tierra no cometa una estupidez, sintiéndose auspiciado, como al parecer ya nos ha querido dar a entender, por los sufragios que le catapultaron hasta el cargo que ahora, mal que bien, ostenta.

Cuando el cuerpo nos pide marcha

Un gran poder conlleva la enorme responsabilidad de saber gestionarlo
Francisco J. Caparrós
miércoles, 1 de febrero de 2017, 00:08 h (CET)
Con una gripe de dimensiones estratosféricas incubándose en mi organismo, no resulta nada sencillo escoger con cierto criterio el tema sobre el qué escribir en el artículo de esta semana. El cuerpo me pide Trump, ciertamente, pero las excentricidades del multimillonario de ascendencia germana resultan un tema en exceso trillado sobre el cual no me siento capaz de innovar. ¿Qué más podría añadir yo sobre aquél, que no se haya tratado ya sobradamente en los tabloides de todo el mundo? ¿Que la relación con su querida esposa eslovena de metro ochenta, a la que supera en edad en algo más de veinticinco años, no es todo lo idílica que la presidenta consorte desearía? Me temo que los periodistas especializados en las noticias de talante rosa ya habrán contrastado suficientemente sus notas, concluyendo que aquí lo que menos importa es la felicidad de Melania, y lo que más, entre otras confidencias verdaderamente calientes, que la construcción del muro que próximamente podría separar la República Mexicana y los Estados Unidos de Norteamérica tiene todos los visos de convertirse en realidad en unos pocos meses.

Sus estimados compatriotas tienen que estar totalmente encantados. La diligencia exhibida por el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de Norteamérica es francamente proverbial. En apenas una semana, se ha cargado de un plumazo la mayoría de los logros alcanzados por su antecesor, y que costaron tanto esfuerzo conseguir dicho sea de paso. Eso es lo que prometió, después de todo, y eso es lo que ha decidido llevar a cabo por ahora. No todos los políticos, pese a quien le pese, cumplen a rajatabla y con premura sus promesas. Eso sí, ya veremos cuánto tiempo les dura la alegría de saberse satisfechos cuando comiencen también a ser conscientes de que al haber hecho poderoso a un insensato no han provocado sino su propia ruina. Entonces, probablemente sea también demasiado tarde para echarse atrás. Tan sólo les quedará rezar y encomendarse a Dios para que el máximo mandatario del país más poderoso de la tierra no cometa una estupidez, sintiéndose auspiciado, como al parecer ya nos ha querido dar a entender, por los sufragios que le catapultaron hasta el cargo que ahora, mal que bien, ostenta.

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