¿Te has dicho alguna vez frases como “soy un fracaso”, “siempre me equivoco” o “no merezco nada”? Si la respuesta es sí, quizá estés atrapado en un bucle mental conocido por los psicólogos como el ciclo de la culpa. No se trata solo de un sentimiento desagradable: es un patrón destructivo que se repite día tras día y va desgastando la autoestima hasta dejarla hecha pedazos.
El psiquiatra norteamericano David D. Burns lo describe con claridad: primero aparece un pensamiento automático —“lo he hecho fatal”—; después, se instala la culpa; y finalmente surge una conducta que empeora todo: posponer tareas, encerrarse en uno mismo, repetir errores, comer mal… Ese comportamiento refuerza la idea inicial: “soy un desastre”. El círculo se cierra y el daño se profundiza.
Reglas internas imposibles
Este ciclo suele basarse en pensamientos distorsionados, no en hechos objetivos. Son reglas internas demasiado rígidas —los famosos “debería haber...” o “no puedo permitirme...”— que terminan en autoetiquetas feroces: “soy inútil”, “soy egoísta”, “no merezco cariño”.
Lo más cruel es que la persona se convierte en su peor juez y verdugo: la crítica interna no deja espacio para la comprensión, y cada error cotidiano se vive como una confirmación de la propia inutilidad.
Cómo romper el ciclo
No es fácil, pero sí posible. Algunas herramientas de la terapia cognitiva ayudan a abrir grietas en ese muro:
- Escribir los pensamientos negativos para verlos con distancia y poder cuestionarlos.
- Aplicar la técnica de la triple columna:
- Pensamiento negativo (“soy una mala madre”).
- Distorsión (“etiquetaje, pensamiento en blanco o negro”).
- Pensamiento racional alternativo (“a veces me equivoco, como cualquiera”).
- Evitar etiquetas absolutas: no es lo mismo decir “esto no me ha salido bien” que decir “soy un fracaso”.
- Buscar un vínculo que acoja sin exigir cambio inmediato. El psicólogo y jesuita Anthony de Mello lo resumió así: “No cambies. Te quiero tal como eres. Y entonces… cambié.”
Reflexión final
La culpa puede ser útil cuando nace del reconocimiento de un error real y nos impulsa a reparar el daño. Pero la culpa que brota de distorsiones mentales no ayuda a crecer: solo castiga.
No necesitamos dejar de sentir remordimiento, sino dejar de fustigarnos por no ser perfectos. La verdadera transformación no comienza con el látigo del reproche, sino con la aceptación de nuestra fragilidad.
Quizá la voz que más necesites escuchar no sea la que te dice “espabila”, sino la que te susurra “estoy contigo, incluso así”. Desde esa calma —y no desde el miedo— es posible empezar a quererse un poco más. Y, tal vez, a vivir un poco mejor.
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