Hay algo inquietante en ver cómo la cultura se transforma a una velocidad que apenas alcanzamos a procesar. No me refiero solo a los cambios tecnológicos, sino a esa sensación de que lo que antes era profundamente humano; el arte, la escritura, la música, ahora puede ser replicado por una máquina con sorprendente precisión. ¿Qué significa eso para quienes aún creemos que la creación nace del cuerpo, del conflicto, del deseo?
Este año, en la antesala de Mondiacult 2025 (Conferencia Mundial de la UNESCO sobre políticas Culturales y Desarrollo Sostenible), el debate sobre la inteligencia artificial y la cultura ha dejado de ser una conversación de nicho. Se ha vuelto urgente. ¿Puede una red neuronal escribir una novela que nos conmueva? ¿Puede un algoritmo pintar un cuadro que nos interpele? Técnicamente, sí. Pero hay algo que se escapa: el contexto, la vivencia, la grieta por donde se cuela lo inesperado, emoción y el sentimiento humano.
No se trata de rechazar la tecnología, sería ingenuo y estéril, sino de preguntarnos cómo queremos convivir con ella. ¿Vamos a permitir que el simulacro reemplace la experiencia? ¿O vamos a usar estas herramientas para expandir nuestra capacidad de imaginar, de narrar, de sentir?
La cultura, al fin y al cabo, no es solo producción de contenido. Es memoria, es resistencia, es comunidad. Y en este presente fragmentado, donde todo parece acelerarse, quizás lo más revolucionario sea volver a mirar con atención, escuchar con pausa y crear con cuerpo.
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