Ver sin microscopio en lo infinito, quitar capa a capa hasta que el núcleo que evidencia el arribo de la energía sobre la materia aflora.
Bucear, andar, escalar por las elevaciones que se pierden en las imaginarias nubes, desde ahí, confirmar que necesitamos de referentes físicos para transmitir que estamos en lo inefable. Romper con la barrera del tiempo, del espacio, y forzar la emergencia de la poiesis para poder comunicar.
Frente al vacío, tomar conciencia de que las palabras son hijas del logos si van cargadas de sustancia.
Ver poesía por el ojo de la aguja es asomarse al mínimo latido del mundo, un resplandor que apenas cabe —y, sin embargo— se expande como un sol improbable en la penumbra microscópica del instante.
En el intrincado entorno, comprender que la locura es lucidez y esta es nacimiento, vida nueva sin expectativas. Neófito dando tumbos.
Ese mirar es antesala de locura, dicen, pero también un bautismo de rocío, una hoguera oculta donde el Universo, como un niño que despierta de improviso, sorprende al alba con la boca llena de cantos.
Necio es pretender atravesar el símbolo sin transformación. En la ruta de lo desconocido se abreva del futuro, pócima y bálsamo para dejar detrás la piel que ata al fatídico destino.
Lo que queda tras la disolución del verbo no es vacío, es presencia pura. El silencio no es ausencia de sonido, es el anuncio del sentido profundo que aún no encuentra forma lingüística. Dejar que el silencio hile es permitir que el misterio participe en la creación.
Al asomarse a lo invisible, uno corre el riesgo de perder la razón convencional, esa que se adhiere a lo previsible. Pero es justo en ese riesgo donde la creación cobra sentido. El niño que nombra el abismo con naturalidad es el mismo que dentro de nosotros se atreve a poetizar el vértigo.
Amar así, a primera vista, cada destello —la grieta del muro, el trueno leve de un paso— es consentir que la sangre guarde silencio para escuchar, en su cauce, la voz secreta que convierte el mundo en una médula de luz.
Somos hilo que quiere bordarse en el misterio. Atravesar el ojo de la aguja es mirarse en el espejo de la fragilidad sin renunciar a nuestra grandeza interior. La poesía no es ornamento: es hilo de conexión con aquello que escapa al entendimiento común, pero que late en lo profundo.
El poema se convierte entonces en mapa, en ritual, en herramienta que nos permite traspasar lo que parecía intransitable. No hay palabra inútil si ha sido purificada por la experiencia. No hay línea escrita en vano si ha sido dictada por el temblor de lo auténtico.
Por el filtro –en forma de ojo de la aguja–, cada verso encuentra su razón de ser, su destino exacto. Y el poeta, al pasar por él, renace no como quien posee la verdad, sino como quien aprendió a mirar con los ojos vacíos y el corazón lleno.
Ver poesía para abrir los ojos del alma que están hartos de la gruta oscura carcelaria. -------------------
*Con versos de mi poema Por el ojo de la aguja. Julio, 2025.
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