Acudo a la 33ª edición de “Arte Santander” y me dejo llevar. Me enfrento a las obras que allí se exponen: pintura, escultura, fotografía... Desmenuzo una para ver qué me trasmite e intento comunicarme, en ausencia, con el artista desde mi óptica de la recepción. Una vez analizada, busco el nombre que se le ha puesto en la cartela para completar lo sentido con el valor emitido desde la palabra, que es la arcilla del pensamiento, y, entonces, surge, desde el vacío y para decepcionarme, el anodino e insustancial “Sin título”.
Muchos artistas plásticos defienden que el nombre es innecesario, usando como argumento una de las frases más reverenciadas de siempre, esa que asegura que "una imagen vale más que mil palabras", expresión que reduce el pensamiento humano a la instantánea, al sopetón, ese que va, como los argumentos populistas, directamente a la entraña. Y una imagen no puede encerrar mil palabras, qué tontería, pero el mensaje cala porque habitamos un mundo eminentemente visual. Y no se trata de una lucha entre la palabra y la imagen, no, al fin y al cabo, cada vocablo lleva asociado un referente, cada sonido tiene su equivalente, tal es la magia de las letras. Cada vez que escuchamos un término, nuestro cerebro reconstruye la imagen con la que lo asocia para poder comprender qué se le está diciendo y asimilar los conceptos oídos, ya que es la manera de regirse de la comunicación verbal humana. La fusión de imagen y palabra gestó el lenguaje para que el hombre pudiera expresar conceptos de realidades que no se encontraban a la vista, porque la palabra escarba y ahonda para desenmascarar la verdad.
Y en ningún momento estoy quitándole a una fotografía, pintura, escultura,… la importancia que se merece. Son formas de comunicación no verbales que, si bien no necesitan de la palabra para trasmitir, sí precisan de su alianza para consumar el viaje hacia la comprensión. Si no somos capaces de traducir con palabras lo experimentado, el mundo de las sensaciones queda incompleto, vacío, carente de la posibilidad de saborear lo que significa realmente ser humano. Y ahí, en la obra, nominar lo creado nos da pistas para vivir en el mismo puente que el artista.
Mi defensa del vocabulario se establece sobre la necesidad de la palabra para traducir el mundo inefable que nos rodea como garante de la realidad que tenemos. La palabra nos aproxima a la verdad. No lo olviden. Solo ella. De nuestra pericia lingüística depende acortar la distancia existente entre lo que realmente es y lo que consideramos.
Otra cosa es que la obra refleje a Noelia Núñez, la “Ayuso de Fuenlabrada”, ahí sí que, entonces, cuadra perfectamente el concepto de “Sin título”.
|