"Dividir para reinar es el lema del político cobarde; unir en la diversidad, la osadía de los pueblos libres". —Adaptado de Nelson Mandela.
La casa olía a humedad y tinta seca. Entre legajos polvorientos, Shylock, el judío de El mercader de Venecia, calibraba su balanza bajo la luz de un candil. Su norma es férrea: «La libra de carne que reclamo fue pagada a buen precio; es mía y la tendré».
Tras los cristales blindados de La Moncloa —un palacio cuyas ventanas iluminadas solo fingen transparencia, mientras turbias sombras se deslizan por sus despachos—, hoy los prestamistas exigen la libra de carne que Pedro Sánchez —movido por su ambición— hipotecó en su propio beneficio. Bajo el manto furtivo del silencio, él comprometió nuestro futuro para salvarse de la hoguera de su propia corrupción; y ahora somos nosotros —todos los españoles— quienes, con el pacto constitucional roto y la semilla de la discordia plantada, habremos de pagar esa deuda sangrienta para que siga apuntalado en el poder.
La insensatez ciega y suicida de un megalómano es extremadamente peligrosa. Cuando un gobierno o cualquier poder prima sistemáticamente a una parte y relega a otra, el daño para los perjudicados se proyecta en todas direcciones, comenzando por sus derechos, siguiendo por su economía, y afectando incluso al acto más insignificante de su vida diaria.
Partir a España en dos, tres, cuatro o más —como ansían los socios de Sánchez— favoreciendo a una parte y castigando al resto, no sólo es injusto, es suicida. La desigualdad intencionada acaba minando la economía, deslegitimando las instituciones y sembrando resentimiento que, tarde o temprano, termina por estallar con consecuencias imprevisibles para todos, pero cuidado porque una sociedad que invoca las normas para favorecer al que se tiene por diferente se convierte ella misma en agente de violencia.
Nuestra Historia ya contempla el triste experimento de la I República en el que tras proclamarse, el federalismo radical dio lugar a la creación de cantones independientes. Ciudades como Cartagena, Valencia, Málaga o Sevilla se autoproclamaron soberanas, imitando el modelo de la Comuna de París.
Cartagena, se proclamó cantón independiente el 12 de julio de 1873, y se convirtió en un Estado rebelde con ejército propio al hacerse con la flota española amarrada en su puerto. Con la cañonera Numancia bombardeó a Alicante, Almería y Torrevieja, por no unirse a la rebelión que quería extender, causando muertes civiles y pánico generalizado en Almería. "Cartagena, que decía luchar por la libertad, trajo el terror a nuestras costas", escribiría Benito Pérez Galdós, en los "Episodios Nacionales".
El culmen de su delirio tuvo lugar cuando pretendió anexionarse a EE.UU., como territorio libre: “Queremos ser la primera estrella de vuestra bandera en Europa", decía el documento en el que solicitaban la anexión.
Milicias valencianas asaltaron Castellón, Cádiz envió barcos a bloquear el Guadalquivir, Granada se negó a unirse a la federación andaluza propuesta por Málaga, con escaramuzas en la frontera que dejaron decenas de muertos. Se produjeron revueltas campesinas como las de Utrera o Sevilla, donde se saquearon haciendas y se ejecutó a sus propietarios.
El propio gobierno republicano, presidido por Salmerón, tuvo que enviar al ejército para sofocar los cantones a sangre y fuego. Solo en la toma de Cartagena murieron 600 personas.
Dice el historiador José Álvarez Junco, en su Historia del republicanismo en España: "Aquella España partida en taifas republicanas fue el espejo deformado de nuestros peores demonios: la incapacidad para pactar, la tentación de imponer por la fuerza lo que no se logra con la razón, y el suicidio colectivo de confundir libertad con anarquía".
La República en España siempre ha fracasado no por idealismo, sino por ignorar las lecciones de la convivencia. La fragmentación dela nación desata demonios dormidos, luchas de poder local y resentimientos históricos. Cuando se pierde el sentido de nación compartida, el vacío lo ocupan identidades excluyentes. Sin instituciones sólidas, la libertad degenera en anarquía, y sin consenso, la política se convierte en guerra. Lo estamos viviendo cada día. ¿Es a eso a lo que queremos volver?
Si por satisfacer la locura de poder de unos pocos finalmente se materializa este pago, la herida que se inferirá a la Carta Magna no tendrá sutura posible: dejará una llaga que sangrará generación tras generación, recordándonos que la carne ofrecida no pertenecía al deudor, sino a un pueblo al que nadie pidió permiso para hipotecar su futuro.
Ser el “judío predilecto” hace que sobre él recaigan odios y resentimientos. Sociológicamente, está demostrado que los mecanismos de exclusión y estigmatización justifican la marginalización de un grupo para reforzar la cohesión interna de otro. Filosóficamente, Shakespeare nos advierte de que una comunidad que no cultiva la empatía hacia sus miembros más vulnerables está cavando su propia tumba moral, corrompiendo el pacto social y perpetuando la injusticia bajo el falso pretexto de la normalización y el diálogo.
España es la casa que todos construimos tras siglos de desencuentros. La Constitución es su plano sagrado: el abrazo donde la concordia se hace ley y la pluralidad halla refugio. Pero los socios de Sánchez piden «reformas» que son dinamita para sus cimientos: un cupo fiscal catalán, una Seguridad Social vasca, un poder judicial barcelonés...
Su decisión de comprar un año más, un mes más, una semana más en el poder, hipotecará el futuro de la Constitución —ese abrazo que une a todos los españoles—. Sánchez conoce el procedimiento legítimo para cambiarla: mayorías reforzadas, un debate abierto y, si hace falta, un referéndum. Saltarse esos pasos es como abrir la puerta trasera para remodelar la casa de noche, confiando en que nadie lo note.
Una llamada a la responsabilidad
Este no es un problema de izquierda o derecha, de centro o periferia. Es la base misma del “cómo convivimos”. Si los pilares se ceden para sobrevivir una votación más, mañana podríamos despertar bajo un techo agrietado y sin refugio común.
España necesita reformas, sí, pero hechas a la luz del día, con respeto al plano que nos hace iguales. De lo contrario, lo que hoy parece un simple ajuste puede convertirse en la tormenta perfecta que deje nuestra casa sin cimientos.
La Constitución es el abrazo que, tras siglos de desencuentros, por fin nos dimos todos los españoles: un pacto sagrado donde la concordia se hace ley, el respeto se alza como custodio de nuestra pluralidad y la esperanza late en cada uno de sus artículos.
Quien conspira para deshacer el abrazo constitucional —esa magna obra en la que la pluralidad española decidió reconocerse hermana— revela una bajeza moral que ni la historia ni la memoria podrán lavar. Pretender desmontar, ladrillo a ladrillo, la casa que alberga nuestros sueños comunes es un acto de vileza comparable al del traidor que apaga el faro en plena tormenta para lucrarse con el naufragio de su propia gente.
Ese empeño mezquino desnuda un corazón alérgico a la concordia: desprecia el sacrificio de quienes renunciaron al rencor, escupe sobre la ilusión de quienes creyeron posible tejer un futuro compartido y burla la esperanza sembrada en cada artículo como semillas de un campo que se intenta agostar. Es, en suma, la peor corrupción del espíritu cívico, porque niega la dignidad del otro para imponer la tiranía de su propio ego.
Lo que se está haciendo con la Constitución es simple discrepancia; es latrocinio de la confianza colectiva y un escarnio perjuro del pacto que nos hace iguales. Solo la miseria anímica se atreve a dinamitar el puente que tantas vidas costó erigir. Queda, pues, nombrarlos con la palabra exacta que merecen: mercaderes de la fractura, usureros del dolor y saqueadores de la esperanza de todo un pueblo.
No nos equivoquemos: Sánchez no se ha vendido a sus socios. Nos ha vendido a todos los españoles. Nos ha dividido, enfrentado y convertido en moneda de cambio. Frente a su hoja de ruta suicida, cada ciudadano honesto está llamado a custodiar el abrazo que nos salvó del abismo: a sostenerlo con la firmeza de quien protege un tesoro heredado y, sobre todo, con el coraje de quien se sabe responsable de legarlo intacto a los que aún no han nacido.
Y atención: la división social genera indignación, la indignación alimenta violencia. Como advirtió Kennedy: «Quien hace imposible la paz pacífica, hace inevitable la violencia violenta». Quien siembra confrontación suicida juega con fuego. Y quien con fuego juega, corre el riesgo de terminar abrasado... y abrasándonos a todos.
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