La enseñanza de la filosofía nunca ha sido tan urgente como hoy. En un mundo dominado por datos, algoritmos y exigencias laborales que no dejan espacio al sosiego, la filosofía se alza como ese faro necesario para recordarnos que la educación no es solo instrucción, sino el camino hacia la libertad y la autonomía personal.
La historia de la educación occidental está marcada por una tensión fundamental: ¿enseñar para formar ciudadanos libres o para moldear súbditos útiles? Esta dicotomía se remonta a la Grecia clásica. Por un lado, Sócrates apostaba por una educación orientada al pensamiento crítico y la búsqueda de la verdad, aunque esto le costara la vida. En el extremo opuesto, los sofistas como Gorgias o Protágoras defendían la enseñanza como herramienta de persuasión, útil para salir victorioso en cualquier debate, sin importar demasiado la verdad.
Esa misma pugna ha atravesado los siglos. Durante la Edad Media, la educación se concentraba en instituciones religiosas. Fue en el Renacimiento cuando las élites comenzaron a acceder a una formación más amplia. Sin embargo, hubo que esperar a la Ilustración para que surgiera con fuerza la idea de la educación como un derecho universal. El famoso lema kantiano Sapere Aude —atrévete a saber— alentaba a hombres y mujeres a pensar por sí mismos. Mary Wollstonecraft, en su Vindicación de los derechos de la mujer, reclamó ese derecho para las mujeres, vinculando educación y libertad.
El siglo XX fue, en muchos aspectos, el de la gran expansión educativa. La alfabetización se convirtió en un objetivo global, impulsada por organismos como la ONU o la UNESCO. Las cifras son elocuentes: en 2016, el 85,3 % de los adultos y más del 90 % de los jóvenes entre 15 y 24 años sabían leer y escribir.
Pero, pese a esos avances, la educación contemporánea enfrenta retos profundos. Si antes la escuela se concebía como espacio para la libertad y la reflexión, hoy a menudo se la reduce a un servicio funcional: un lugar que prepara para el mercado laboral, que ayuda a conciliar vida familiar y trabajo, o que simplemente certifica competencias técnicas. Las leyes educativas se suceden con tal rapidez —LODE, LOGSE, LOE, LOMCE, LOMLOE— que dejan la sensación de que la educación se ha convertido en un campo de batalla político más que en un espacio de reflexión sobre qué sociedad queremos construir.
En medio de todo esto, la filosofía ofrece una resistencia tranquila pero firme. Enseñar filosofía no es únicamente transmitir conceptos de Platón o Kant, sino abrir espacios donde el alumnado pueda preguntarse por el sentido de la vida, la justicia o la verdad. Es enseñar a dudar, a pensar con rigor y a no conformarse con lo establecido.
La filosofía crea aulas vivas donde se construye pensamiento crítico, se desarrolla la autonomía personal y se aprende a convivir desde la diferencia. Es, en definitiva, una herramienta imprescindible para formar ciudadanos capaces de vivir en libertad.
Hoy, más que nunca, necesitamos aulas que no solo enseñen a trabajar, sino a vivir. Y ahí, la didáctica de la filosofía juega un papel irrenunciable. Porque, como diría Kant, la auténtica educación no es la que forma súbditos útiles, sino la que forma personas libres.
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