Lo bueno de la sinceridad es que hay que perseguirla, ya que no es patrimonio inalienable e innato del hombre, y lo malo es uno de sus factores externos: está sobrevalorada. Todo el mundo destaca como cualidad propia a destacar la sinceridad, y esta “originalidad” no es más que el comienzo de una cuenta atrás para envilecernos víctimas de la propia vehemencia.
No es lo mismo la actitud ante lo inevitable que la actitud ante la vida, y el siglo XXI tiene poco por confesar, o mucho: todo depende de si se abraza a sus amantes o a sus ideales.
Uno, que siempre ha huido del esnobismo barato y el dandismo de salón, no puede ser indiferente a los errores y desastres de aquellas cosas que le preocupan. Por vivir, uno vive en su cerebro y su corazón, en un estado mental y sentimental en el que hay que salir a la calle a bregar con la vida con el cuchillo en los dientes, pero sin perder la compostura, porque hay que confiar en Dios y “mantener la pólvora seca”.
Quedarán olvidos por descubrir y cristales de copas rotos que dejemos por las esquinas de la vida, y entonces, con la chistera en la mano, se confesará este siglo XXI, purgando los mejores errores de la vida.
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