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Lo bueno de la sinceridad es que hay que perseguirla, ya que no es patrimonio inalienable e innato del hombre, y lo malo es uno de sus factores externos: está sobrevalorada. Todo el mundo destaca como cualidad propia a destacar la sinceridad, y esta “originalidad” no es más que el comienzo de una cuenta atrás para envilecernos víctimas de la propia vehemencia.
Hay que volver a lo auténtico y destronar de nosotros el territorio de lo incierto. Hacen falta gentes de verbo y de bien, personas que alienten y alimenten una gran esperanza y posean, por ello, un fuerte valor y una gran valentía. No caigamos, pues, en la desilusión.
Aprovechando el título, sirva este artículo como humilde homenaje a Pau, un tipo al que siempre percibí honesto tanto en su profesión como en su vida personal. Trato hoy, precisamente, de la falta de honestidad individual que nos carcome los huesos, sacrificando una vez sí y otra también la independencia intelectual que debiera definirnos como «seres racionales», y que sin embargo nos empeñamos en poner en tela de juicio, cuando no triturar como característica.
En todas las épocas se padecieron calamidades. A las naturales, nunca dejó de acompañarlas una serie nefasta de conductas maliciosas, que continúan pegando fuerte. No hará falta entrar en detalles. Los ejemplos surgen con caracterizaciones insólitas. Desde los meros inconvenientes derivados de la subsistencia natural o provocados por la convivencia de mentalidades diversas.
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