Si hay algo que no soporto, aparte de la máscara que supone opinar en internet porque cualquiera puede ser un anónimo y cualquiera puede insultar gratuitamente, es el acto de prejuzgar. Prejuzgar es peligroso: ¿por qué alguien puede ser tan estúpido como para juzgar a una persona que no conoce? ¿Qué entidad divina le ha cedido ese derecho? ¿Es de verdad eso de la libertad de expresión? ¿Por qué siempre el típico “me cae mal” cuando uno no tiene ni la más remota idea de lo que habla? ¿Por qué esa mirada afilada? ¿Por qué me sigue pareciendo más adecuada una curiosidad inocente? ¿Seré yo el inocente o el estúpido? ¡Adelante! ¡Utilicemos los cuchillos!
¿Y las mujeres? La mayoría de las mujeres se envidian entre ellas, es una especie de pacto de guerra infinita: ¿quién más bella, quién más inteligente, quién más mordaz, quién más que la otra? Y eso que muchas se consideran feministas (unas más radicales y otras menos), feministas en contra de feministas, feministas con más de un desliz machista.
Pero vayamos a la resolución de este conflicto entre la razón y los sentidos: se ha de tener capacidad de compartir, de empatizar, de hacer algo común, de contextualizar, de mirar más allá de uno mismo... ¿Eso que es actitud o aptitud? ¿Es comprender y no compadecer?
Busquemos el eco de la voz interior, busquemos ese diálogo que avanza, el que no cede, el que no se queda en la superficie.
|