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La sociedad, tal y como la conocemos, nos obliga a avanzar acorde a unos estándares que debemos haber alcanzado cuando llegamos a unas etapas vitales. Nos recomiendan qué debemos hacer en todo momento y, en caso de que no lo consigamos, surge cierta frustración o decepción con uno mismo. La tecnología tiene una vertiente muy cruel que puede ayudar a ese sentimiento de insatisfacción.
Cuando formamos parte de una sociedad también lo hacemos con los grupos que más afines son a nosotros porque compartimos aficiones o gustos. Nos sentimos plenos con ellos y nos aportan algo que otros no pueden darnos. Pero sin querer nos empezamos a comparar con aquellos que tenemos más cercanos, ¿Por qué esa tendencia a querer aquello que no tenemos? ¿Por qué deseamos lo que otros tienen?
Si hay algo que no soporto, aparte de la máscara que supone opinar en internet porque cualquiera puede ser un anónimo y cualquiera puede insultar gratuitamente, es el acto de prejuzgar. Prejuzgar es peligroso: ¿por qué alguien puede ser tan estúpido como para juzgar a una persona que no conoce?
A lo largo de la historia, la figura del delator ha sido consistentemente revestida de oprobio y desprecio. Aquel que, movido por diversos motivos, entrega a sus semejantes a la autoridad o a un poder opresor, carga sobre sus hombros un estigma moral que trasciende las épocas y las culturas.
En el tejido social, cada persona lleva consigo una vida propia, construida sobre sus decisiones, acciones y circunstancias. Sin embargo, a menudo esta vida real se ve eclipsada por otra, una existencia paralela creada por los juicios, las mentiras y las calumnias de otros. Esta segunda vida no es vivida por la persona, sino imaginada por quienes la rodean, como reflejo distorsionado proyectado sobre su imagen.
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre ese oscuro resentimiento que emerge de la comparación permanente con los otros, que ha sido un tema recurrente tanto para la filosofía, la teología, la psicología e incluso la sociología, a saber, la envidia. Identificada desde la antigüedad como un vicio corrosivo, la envidia no solo se encarga de minar las posibilidades de la felicidad individual auténtica, sino que también socava las bases de la convivencia ética y social.
Allá por los años sesenta del siglo XX, en el contexto de la España del desarrollismo, publicó Díaz Plaja un ensayo de éxito, titulado “El español y los siete pecados capitales”. Al de la envidia se le dio el papel de intérprete principal. El autor relacionaba, según se desprende de su obra, la aludida pulsión con una supuesta idiosincrasia española, y temo que se trata de una índole asaz universal.
Los celos, dice el escritor noruego Jo Nerbo, “son una fuerza motriz detrás de muchas de nuestras acciones. Nuestra competitividad la mueven los celos. Se dan distintos grados, está claro. No es lo mismo pegar a tu hermano en una lucha por una mujer que correr en una pista. Un poco puede ser bueno. Cuando terminas en asesinato o en gente atormentándose a sí misma, no. ¿A Putin le mueven los celos, y la envidia? ¿A Bush cuando invadió Irak para superar el legado de su padre?
Los españoles denigramos y rechazamos todo lo nuestro, la envidia es nuestro principal pecado, y basta con que alguno sobresalga en algún arte, disciplina o cualquier otro tipo de valía, para que lo ataquemos sin piedad. La Historia de España está llena de gestas incomparables que no han podido ser superadas, pero denostadas por nosotros mismos.
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