Fue Antonio Gramsci uno de los fundadores del Partido Comunista italiano, a principios de la década de 1920. Destacó sobre todo por su aportación teórica. Consideró el italiano la existencia de un sentido común hegemónico en cada momento, reflejo del sentido común de la denominada, en la jerga marxista, clase dominante. Afirmó aquello de que la concepción del mundo de esa clase dominante se había vuelto “sentido común” y, como consecuencia, “la conquista del poder cultural es previa a la del poder político y esto se logra mediante la acción concertada de los intelectuales llamados orgánicos infiltrados en todos los medios de comunicación, expresión y universitarios”. La guerra cultural que diríamos hoy. La komintern, en su momento, trabajó muy bien en esta línea, continuada, desde la URSS, durante la Guerra Fría. Llega ello hasta hoy, y lo practica con maestría el denominado “globalismo”, aunque tal vez estemos yendo bastante más lejos que Gramsci.
La conclusión es, a mi juicio, que no existen las cuestiones puramente semánticas, en las que nos escudamos cuando no deseamos, por temor o pereza, dar la batalla dialéctica. Se suele utilizar la expresión cuestión semántica para calificar la nimiedad de polémicas o porfías sobre supuestos asuntos sin verdadera sustancia conceptual y referidos a términos o conceptos polisémicos sujetos a interpretaciones diversas. Pero la batalla del lenguaje está siempre presente en cualquier nivel de debate referido a lo social, político o cultural.
En relación con ello, surgió lo que se denomina programación neurolingüística, técnica ideada por Richard Bandler y John Grinder en la California de los años setenta, con la finalidad de cambiar los pensamientos y hábitos de cualquier sujeto por medio de técnicas de percepción, comportamiento y comunicación, partiendo de una supuesta conexión entre los procedimientos neurológicos, el lenguaje y los patrones de comportamiento aprendidos. Vamos, que las palabras, esto es, el nombre que damos a las cosas, son importantes. Y, bastante a menudo, tiene uno la impresión de estar siendo víctima de una programación neurolingüística que, asociada a la ventana de Overton, nos lleva por el camino preciso.
Es asimismo cierto que la programación neurolingüística es considerada como pseudociencia por algunos, pues no tiene tras de sí evidencias científicas, sino mucha bibliografía justificativa que le puede dar a esa técnica un aspecto respetable en el universo de la ciencia sin pertenecer del todo al mismo.
Sea como sea, el lenguaje no es nunca baladí. Georges Orwell lo vio con claridad con aquello de la “neolengua” mediante la cual se suprimían o modificaban, en su distopía, los vocablos que pudieran contribuir a que el súbdito pensara en términos no convenientes para el partido. No voy a relatar aquí el argumento de “1984”, solo pretendo fijar lo significativo de la imposición del lenguaje.
Afirmaba, hace ya un lustro, José Luis Montesinos que “mientras que la prensa, la clase política y muchos ciudadanos se enfangan en el lodazal del eje izquierda-derecha, no debemos olvidar que el campo de juego real es el eje Libertad-totalitarismo o si lo prefieren individuo-colectivo. Aquí es donde sí existe la batalla de las ideas” (1).
Puede que ahí esté la clave. Ya no son cuestiones semánticas, ni tampoco referidas al fondo de cada cosa o concepto, sino que se trata de la imposición progresiva de una “neolengua” a la manera orwelliana. Queda ya lejos aquello de lo políticamente correcto, que solo fue, ahora se da uno cuenta, el principio, la punta del iceberg de todo un tsunami ideológico y sociocultural que nos está conduciendo en volandas hacia una distopía como la de Huxley u Orwell, pero con más poderosos medios en manos de los liberticidas.
Afirmó Hanna Arendt, y algo sabía de estas cosas, que “antes de que los líderes de masas tomen el poder de ajustar la realidad a sus mentiras, su propaganda está marcada por un extremo desprecio por los hechos, como tales, porque, en su opinión, los hechos dependen enteramente del poder del hombre que puede fabricarlos”. La frase vuelve hoy a estar de actualidad, como lo vuelve a estar el ya aludido más arriba, Orwell, quien dijo aquello de que "el pensamiento corrompe el lenguaje y el lenguaje también puede corromper el pensamiento". Pues bien, los hechos, o los datos, así como los detalles, van contando cada vez menos a la hora de fabricar los relatos, que no parten, a la manera inductiva, de lo existente, sino que más bien parecen crearlo, a imagen y semejanza de quien sea que tome las decisiones, para extenderlo hacia abajo en forma de prejuicios y emociones. En ello estamos, traspasado ya el Rubicón de la razonable. -------------
(1) Montesinos, José Luis: La batalla del lenguaje. Disidentia, 19/06/2020 https://disidentia.com/la-batalla-del-lenguaje-2/
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