La ciudad, grabada en la memoria, se revela con pasadizos secretos y desvíos inesperados. El cuento “Vela apagada” de Pablo Montoya (Colombia, 1963) es un exquisito juego de máscaras donde la ciudad se oculta, repleta de sombras y música. El relato explora la relación entre Robert Schumann y la joven Clara, donde el músico comparte recuerdos, así como las alucinaciones producto de su trastorno bipolar. A través de la narración, descubrimos que una única voz evoca todo, incluso las palabras de Clara.

El narrador fluctúa entre la primera y segunda persona para recordar, por ejemplo, el encuentro inicial entre Robert y Clara: “Comenzaba la primavera. Tenías nueve años. Yo te doblaba la edad. Y tomaba tus manos blancas”, o el momento de la composición de “Carnaval”. La ciudad es la máscara de Schumann y, cuando este entra en crisis, su rostro se desvanece, se despersonaliza, y con él, la ciudad se desmorona en imágenes: “sin calles ni muros ni noche. Solamente yo”. Así, la ciudad se describe silenciosa, deshabitada, oscura y bohemia.
Robert se contempla al final de sus días, donde la locura y la preocupación por sí mismo se intensifican a medida que recuerda: “Pero ahora el camino está recorrido. Y no hay más valor ni más fe, sino esta oscuridad tramada de ansiedad que me empuja a buscar el río”. El Rin funciona como un trasfondo del relato: aquello que guía al narrador a encontrarse y, al mismo tiempo, reconfigura el lugar donde Schumann intentó suicidarse antes de recaer en su enfermedad y, finalmente, morir.
Muerte y amor son dos polos paralelos sobre los que Robert reflexiona de forma delirante, ya que su estado mental se deteriora a cada paso: “Me falta el aire. Tengo fiebre. Sudo. Quisiera parar en alguna esquina. Respirar pausadamente. Acudir de nuevo al sosiego. Regresar a casa. Poder recostarme en tu vientre. Cerrar los ojos mientras la confusión me pasa”. El vagabundeo nocturno y la romantización de una ciudad decadente son clave para entender cómo funciona la imagen que construye Montoya en este relato, la cual, a pesar del delirio, los recuerdos y la enfermedad, se convierte en una vía hacia el final de la vida de Robert: “Sin embargo, estoy todavía aquí. Piso por última vez las calles de Dusseldorf”.
El inicio y el final, la niñez y la vejez, se presentan como dicotomías inalcanzables en lo lineal, excepto a través del sueño, la música y la poesía. Hay una cualidad imprecisa en la narración, un efecto poético que envuelve la historia. Para Robert, la música y el amor son lo mismo: buscaba a Clara en sus composiciones y se perdía en sí mismo a través del piano: “Esa música que es como una raíz que crece al borde del precipicio. Esa imprecisa armonía que es el rostro de esta noche voraz que me atrapa”. Robert deposita su dolor en el pasado y se despide de Clara en un presente perpetuo e imaginado, porque solo en la música, se trasciende el tiempo.
El relato de Pablo Montoya es un instante, una vela apagada, que representa a Robert inmerso en el delirio, con el miedo de quedarse solo. Es la oscuridad andante que refleja las imágenes de su memoria, y el Rin, se presenta como la única salida a su sufrimiento. La forma de narrar de Pablo Montoya, en este cuento delirante, retoma sucesos de la biografía de Robert con su amada, para construir la imagen de una ciudad que se desvanece y entrega hacia lo desconocido.
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