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Era una casa sencilla, sin muchos lujos o detalles exóticos. La parte que da a la calle era una pared cascada, corroída por el tiempo, dentro de ella la situación era distinta, debido al decorado-ubicación-de los escritorios, libros, pinturas que mostraba en las paredes de la sala del escritor y pintor.
Los pobladores acostumbraban dormir muy temprano. Las luces del pueblo se encendían a las seis de la tarde y eran apagadas a las nueve de la noche, puede afirmarse que era ironía del tiempo. El vecindario del barrio hablaba del burdel y en especial de la mente enfermiza de una mujer, su pasión la llevó a la cárcel, su encanto de mujer le garantizaba los halagos de sus admiradores, pero el día del hecho criminal, en un abrir y cerrar de ojos se esfumó su encanto y la venta de su cuerpo.
Vagamente recordó que la hora marcaba algunos minutos de retraso. Se contempló en el espejo y de soslayo continuaba observando el reloj que había sobre la mesa de noche. Seguidamente se dedicó a la tarea que tenía entre manos. Al severo estilo del momento como trazado por una fugaz ráfaga de viento que entraba por la ventana que da al patio, daba lugar a una expresión del rostro.
Era un día propicio para el perdón, acababa de dejar de llover, las calles estaban repletas de agua y suciedades, y el viento ululaba desvaneciéndose en un breve silbido encantador. Gustosamente la viejecilla canosa acababa de comer arroz con cerdo, con su respectivo guineo cuadrado, a la par del plato tenía un puño de sal, al lado izquierdo de la silla que ocupaba tenía un pequeño taburete con un vaso de tiste.
Este cuento, "El Eremita Astuto", es una profunda enseñanza disfrazada de parábola espiritual. Su mensaje central gira en torno al poder del ego, incluso en quienes han alcanzado altos niveles de desarrollo interior o disciplina espiritual.
Las calles estaban desoladas, el aire fresco estaba lleno de presagios, la penumbra de la noche tenía sus propios temores, los perros aullaban sin cesar, el pueblo dormía; sólo la puerta de la casa de don Adrián se encontraba abierta. Don Adrián dialogaba con sus sirvientes, a la vez se tomaban unos traguitos al encanto de la medianoche.
Guadalupe siempre hundía sus pensamientos en lo que se aproximaba a un final feliz. Lo raro era que constantemente continuaba soñando con ese final feliz, no abandonaba sus momentos de reposo. Era el trajín de las coincidencias. Habían pausas, interrogaciones y un divagar vertiginoso en sus pensamientos acerca del jardín errante de los cielos cómplices de la cristalización y aparición entre aquí y allá.
Leonel despertóse bajo el zumbido del tiempo con una mirada perdida en la distancia, un coro de pájaros que saludaban la mañana y las lenguas del Padre Sol eran refulgente, desafiaban las súplicas de ese nuevo día. Leonel e Iván todos los días caminaban por las calles cuando se dirigían a sus trabajos, las noches la retenían y hacían su propia tertulia sin alejarse de la realidad que les circundaban.
La ciudad, grabada en la memoria, se revela con pasadizos secretos y desvíos inesperados. El cuento “Vela apagada” de Pablo Montoya (Colombia, 1963) es un exquisito juego de máscaras donde la ciudad se oculta, repleta de sombras y música. El relato explora la relación entre Robert Schumann y la joven Clara, donde el músico comparte recuerdos, así como las alucinaciones producto de su trastorno bipolar.
La noche acariciaba suavemente los rostros de las personas que merodeaban por los alrededores del parque. Estaban sentados frente al quiosco, donde se posa en la cúspide estatua de una mujer desnuda, que señala con dedo índice hacia el universo, parte suroeste. Variedad de luces, de diversos colores, rodeaban el quiosco, la pileta del mismo absorbía la luminosidad de la luna, que la hacía más bella y refulgente.
Pobre era al pueblo, pobres las míseras casas de sus pobres habitantes, pobre la familia de Juanito. Bueno, decir familia posiblemente sea mucho decir, porque este niño vivía solo con su madre en una mísera covacha en el ejido del pueblo, no muy habitable dadas sus condiciones malsanas.
El Colegio de Médicos de Valencia ha acogido la presentación del nuevo cuento infantil El Universo de las Estrellas Mágicas, escrito por la Dra. Patricia Smeyers, responsable del área de Epilepsia de la sección de Neuropediatría del Hospital Universitario y Politécnico La Fe (Valencia).
El escritor de literatura infantil Hervé Alústiza publica de nuevo un cuento de Navidad: La paloma Colombina... apareció en Belén. Como es habitual, Hervé narra entre versos una historia de aventuras. En esta ocasión, de un modo más actual y comprometida. Este cuento mantiene el humor y estilo de los álbumes anteriores con las preciosas ilustraciones de Gema García Ingelmo.
Es bien sabido, tanto por propios y ajenos, que la posmodernidad nos ha llevado arrastras en cuanto a los valores morales a lo interno de nuestra sociedad. Quizá, este fenómeno no sea propio de esta época, pero, sin duda alguna, es cuando más se ha profundizado esta herida social, que hemos heredado a través de los años.
El desnudo hijo dentro de la imperial bañadera de hierro llena de agua. Un despintado banquito de tres patas, al lado. Y una canasta con jabón de tocador de coco, esponja, sales de baño importadas, una caja grande de fósforos de madera y barcos de papel. El desnudo hijo es un adulto lento, vacío, triste. Estupefacto. Mira el agua. Un brazo apoyado sobre el borde de la bañadera. Lo mira. Mira el agua.
El hombre ocupa el área ocre de la pista. La mujer, el área aceituna. El hombre, debajo de una mesa liviana. Cerca y silencioso, un enanito disfrazado de enanito de jardín. El haz del “buscador”, quieto, lo ilumina. Se enloquece. Se pasea por el área ocre. Se detiene en el hombre: Romeo, el italiano. Habrán de imaginárselo: candor.
El intrepidísimo navegante solitario, boca abajo sobre una tabla que en absoluto es más que la tabla de una mesa, con brazos y piernas abiertos y extendidos y, sin rigor, usando estos miembros a modo de remos, surca la inmensidad del océano. Se divierte, hace ruidos con la boca, farfulla.
Placita de barrio. Chicos potreando cerca del tobogán y las hamacas. Sol. En un banco sin respaldo un hombre viejo sentado. Ojos-claros, cejas-espesas, nariz-aquilina. En el mismo banco una mujer vieja sentada (una “pasita”, toda de negro y con pañuelo en la cabeza). Ella hacia un frente (el césped); él al lado, de espaldas, hacia un sendero.
¡Pero no, gordo!... ¿¡Cómo te voy a mentir!?... dice la mujer. Pero te digo que no. Bebe de una copita chata y de vidrio violáceo que contiene licor de menta. Gordo, pero... Huele el licor. ¿¡Cómo no voy a saber!?... No te pongas pesado, gordo. Bebe. Gordito, oíme, decíme algo lindo, mirá que me enojo.
El hermano, vistiendo sólo un pantalón vaquero, dispara balas de fogueo a la hermana, quien, cubierta con sólo una camisa vaquera, dispara al hermano balas de fogueo. Ambos con escopetitas, hermosos, tostados. Eternamente veinte años. Se esconden detrás de árboles y matas.
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