El gran apagón que el pasado 28 de abril dejó a oscuras a España, Portugal y parte del sur de Francia no fue un simple incidente técnico. Fue un toque de atención —uno más— a una realidad que muchos preferían no mirar de frente: nuestra vulnerabilidad energética.
Más de 60 millones de personas vieron cómo, de un momento a otro, el suministro eléctrico se desplomaba. Trenes detenidos, hospitales en modo emergencia, redes de comunicación colapsadas y una ciudadanía atónita, obligada a improvisar. Pero lo más grave no fue la oscuridad, sino la sensación de que el sistema entero se sostenía con pinzas.
Colectivos como No al Apagón llevaban tiempo avisando. Más de dos años denunciando la fragilidad de nuestra red, la falta de previsión de las administraciones, la escasa interconexión con Europa —apenas un 2 %, frente al objetivo comunitario del 15 %— y la dependencia excesiva de un modelo que se presenta como moderno pero que carece de planes de contingencia eficaces. Ahora, esas advertencias suenan más como profecías que como alarmismo.
Según Red Eléctrica de España, lo ocurrido se debió a una caída súbita de 15 GW, un 60 % del consumo nacional en ese momento. A falta de un informe definitivo, se descartan ciberataques o causas meteorológicas. Pero la incógnita permanece: ¿cómo es posible que un sistema eléctrico europeo colapse de forma tan estrepitosa?
Isla energética y espejismo tecnológico
España funciona, energéticamente hablando, como una isla. Las interconexiones con Francia —clave para equilibrar la red en situaciones críticas— son escasas y lentas en su desarrollo. El proyecto del cable submarino por el golfo de Vizcaya es importante, pero no llega a tiempo. Y en este apagón, esa carencia se hizo dolorosamente visible.
La paradoja es que, mientras presumimos de digitalización y transición energética, no hemos reforzado lo básico: la estabilidad de la red y la capacidad de respuesta ante fallos. La aviación comercial siguió operando sin mayores sobresaltos porque mantiene sistemas de respaldo y formación para emergencias. En otros sectores, esa previsión brilla por su ausencia.
Ciudadanía a la altura, instituciones a oscuras
Si hay algo que sí funcionó, fue el tejido social. Frente al vacío institucional y la lentitud de las explicaciones oficiales, la gente respondió con creatividad, calma y solidaridad. Desde artistas atrapadas en trenes que compartían su experiencia en redes, hasta vecinos organizándose para ayudar a ancianos o iluminar calles con faroles improvisados.
España, tantas veces descrita como ingobernable o caótica, demostró que en la base hay músculo cívico. Pero ese músculo no basta si las instituciones no hacen su parte. La prevención no puede depender del sentido común de los ciudadanos.
¿Una oportunidad? Solo si se actúa
El apagón ha provocado un repunte en la compra de productos de emergencia, en la instalación de placas solares domésticas y en la reflexión sobre la autosuficiencia. Pero no basta con reacciones individuales. Hace falta una estrategia nacional que reconozca que la energía no es un bien secundario, sino la base de la seguridad y la soberanía.
Este episodio debería servir para reabrir un debate que nunca debió cerrarse: el de nuestra política energética, sus prioridades, sus fallos, y la urgencia de una verdadera transición no solo verde, sino segura y planificada.
Porque si algo nos ha enseñado este apagón, es que no basta con producir energía limpia si no somos capaces de garantizar que llegue. La oscuridad del 28 de abril fue real, pero lo sería aún más si después de ella no aprendemos nada.
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